Por Paul Krugman - Servicio de noticias The New York Times - © 2015
Los estadounidenses trabajan más horas que sus contrapartes en casi todos los demás países ricos; se nos conoce, entre quienes estudian esas cosas, como el “país sin vacaciones”. Según un estudio del 2009, los trabajadores estadounidenses de tiempo completo aportan casi 30 por ciento más horas en el transcurso de un año que sus contrapartes alemanas, en gran medida porque tienen solo la mitad de semanas de vacaciones pagadas. No es de sorprender que el equilibrio entre el trabajo y la vida sea un gran problema para muchas personas.
Sin embargo, Jeb Bush -quien todavía intenta justificar su absurda afirmación de que puede duplicar nuestra tasa de crecimiento económico- dice que los estadounidenses “necesitan trabajar más horas y, mediante su productividad, ganar más ingreso para sus familias”.
Los asesores de Bush han tratado de darle la vuelta a esa observación, diciendo que solo se refería a los trabajadores que tratan de encontrar empleo de tiempo completo y siguen atrapados en uno de medio tiempo. No obstante, por el contexto, es evidente que no era de eso de lo que estaba hablando. La fuente real de su comentario fue el dogma de “país de tomadores” que se ha apoderado de los círculos conservadores en los últimos años: la insistencia en que una gran cantidad de estadounidenses, blancos tanto como negros, están optando por no trabajar porque pueden llevar vidas de ocio gracias a los programas gubernamentales.
Se ve este dogma de la pereza en todas partes de la derecha. Fue el telón de fondo oculto en el tristemente célebre comentario sobre el 47 por ciento de Mitt Romney. Reforzó los furiosos ataques contra las prestaciones por desempleo en un momento en el que había desempleo generalizado y contra los vales de comida que proporcionaban una línea vital a decenas de millones de estadounidenses. Impulsa afirmaciones de que muchos trabajadores que reciben pagos por incapacidad son enfermos fingidos, si no es que la mayoría. “Más de la mitad de las personas incapacitadas o están ansiosas o les duele la espalda”, dice el senador Rand Paul.
Todo se reduce a una visión del mundo en la cual el mayor problema al que se enfrenta Estados Unidos es que somos demasiado buenos para con nuestros conciudadanos que encaran penurias. Y el atractivo de esta visión para los conservadores es obvio: les da otra razón para hacer lo que de todas formas quieren hacer, me refiero a ayuda limitada a los menos afortunados mientras les reducen los impuestos a los ricos.
Dado que la derecha encuentra muy atractiva la imagen de la pereza desenfrenada, no se esperaría que la evidencia contraria hiciera un poco de mella, si es que alguna, en el dogma.
El gasto federal en “seguridad del ingreso” -vales de comida, prestaciones por desempleo y prácticamente todo lo demás que se pueda llamar “bienestar”, excepto por Medicaid- no ha mostrado alguna tendencia al alza como una parte del Partido Republicano; aumentó durante la Gran Recesión y sus consecuencias, pero rápidamente bajó a sus niveles históricos.
Las cifras de Paul están todas mal y los reclamos por incapacidad más amplios no han subido más de lo que se podría esperar, dado el envejecimiento de la población. Pero no importa, una epidemia de pereza es su historia y se ciñen a ella.
¿Dónde encaja Jeb Bush en esta historia? Mucho antes de su desliz de “más horas”, se había profesado como un gran admirador de la obra de Charles Murray, un analista social conservador, más famoso por su libro de 1994, The Bell Curve (La curva de Bell), en el que se sostiene que los negros son genéticamente inferiores a los blancos.
No obstante, pareciera que Bush admira más otro libro más reciente, Coming Apart (Distanciarse), en el que se nota que en las últimas décadas, las familias blancas de clase trabajadora han estado cambiando en una forma muy parecida a como cambiaron las familias afro-estadounidenses en los ’50 y los ’60, con índices en declive de los matrimonios y de la participación en la fuerza de trabajo.
Algunos de nosotros consideramos estos cambios y los vemos como consecuencias de una economía que ya no ofrece buenos empleos a trabajadores comunes. Esto les sucedió primero a los afro-estadounidenses, a medida que desaparecieron los trabajos fabriles en los barrios marginados, pero que ahora se ha convertido en un fenómeno mucho más amplio gracias a la inmensa desigualdad en el ingreso. Murray, no obstante, ve los cambios como la consecuencia de un misterioso descenso en los valores tradicionales, lo cual posibilita los programas gubernamentales, algo que significa que los hombres ya no “necesitan trabajar para sobrevivir”. Y es presumible que Bush comparta este punto de vista.
El punto es que el torpe llamado de Bush para que haya horarios de trabajo más prolongados no fue un mero tropiezo verbal. Fue, más bien, un indicio de que está firmemente en el lado derecho de la gran división sobre lo que necesitan las familias estadounidenses trabajadoras.
Ahora existe un consenso efectivo entre los demócratas -que se manifestó en el discurso sobre economía de Hillary Clinton- en cuanto a que los trabajadores necesitan más ayuda en la forma de un seguro médico garantizado, salarios mínimos más altos, mayor poder de negociación y más. Los republicanos, no obstante, creen que los trabajadores estadounidenses simplemente no se están esforzando lo suficiente para mejorar su situación, y que la forma de cambiar eso es quitando la red de seguridad, mientras se les reducen los impuestos a los acaudalados “creadores de empleos”.
Y si bien es posible que Jeb Bush suene moderado, está muy en línea con el consenso de su partido. Si logra llegar a la Casa Blanca, el dogma de la pereza regirá las políticas públicas.