A diferencia de Donald Trump o, más bien, del demagogo que está interpretando Trump, la mayoría de los estadounidenses no quiere cerrarles las fronteras a los musulmanes.
Pero la mayoría de los estadounidenses ven el Islam y ven un problema. Y no son solo los simpatizantes de Trump o los republicanos. En una encuesta que el Instituto Público de Investigaciones Religiosas llevó a cabo antes de los ataques terroristas en París, 56 por ciento de los entrevistados afirmaron que “los valores del Islam están enfrentados a los estadounidenses”. En una encuesta más reciente de YouGov, 58 por ciento expresó una opinión desfavorable sobre el Islam y solo 17 por ciento se manifestó favorablemente.
Pero, ¿qué deben ver los musulmanes devotos al observar a Estados Unidos o, en términos más generales, a Occidente?
Ésta es la cuestión que alimenta muchas de las ansiedades occidentales sobre el Islam. Por un lado, los occidentales quieren que el Islam se adapte y se asimile, que se “modere” en cierto sentido, dejando atrás el encanto de la conquista, la pasión por la yihad violenta.
Pero por muchas razones -dado que no conocemos al Islam desde su interior, pero también porque los occidentales estamos divididos respecto de lo que significa nuestra civilización y el lugar que tiene en ella la fe religiosa- se nos dificulta articular lo que creería un musulmán “moderado” o lo que esperamos que sea un Islam modernizado.
Y para cualquier musulmán que toma en serio las enseñanzas de su fe, debe parecerle que muchas de las ideas que tiene Occidente sobre la forma en que debería cambiar el Islam son, a la larga, simplemente una promesa de su extinción.
Esto claramente se aplica a la idea, sostenida por algunos destacados ateos y algunos conservadores y cristianos, de que el corazón del Islam es necesariamente antiliberal, pues ya que la fe surgió en medio de conquistas y teocracia, simplemente no puede acomodarse al pluralismo sin sufrir una enorme ruptura; una apostasía de hecho, aunque no de nombre.
Pero también se aplica a las ideas de muchos occidentales liberales laicos, que asumen una posición ante el Islam más benigna, básicamente porque suponen que todas las ideas religiosas son arbitrarias, que no importa lo que haya dicho o hecho Mahoma, pues los musulmanes de mañana pueden reinterpretar la historia del Profeta y leer en ella los valores liberales apropiados.
La primera idea básicamente ofrece un consejo de desesperación: los musulmanes simplemente no pueden sentirse a gusto en el Occidente liberal y democrático sin convertirse en algo diferente: ateos, cristianos o al menos post-islámicos.
La segunda idea parece más amable pero llega al mismo destino. En lugar de una revelación que cambie la vida y exija obediencia al Absoluto, este Islam modernizado sería un unitarismo con tapetitos de oración y arabescos levantinos; un sello más en los carteles que propugnan la coexistencia, una oficina más en el centro estudiantil multicultural, un grupo más como cliente de la coalición de izquierda.
La primera idea supone la inmutabilidad de la teología; la segunda, su irrelevancia. Y las dos le hacen el juego a Al Qaeda y a Estado Islámico: la primera por confirmar la narrativa del choque de civilizaciones, la segunda por hacer que la asimilación sea indistinguible del árido secularismo que tanto ha ayudado a convertir a Europa en el principal campo de reclutamiento para la yihad.
Lo bueno es que hay espacio entre esas dos ideas. Lo malo es que Occidente parece no poder ponerse de acuerdo en lo que debe ser ese espacio o en cómo pueden encajar en él el cristianismo y el judaísmo, ya no digamos el Islam.
Los musulmanes que observen el actual debate en Occidente, por ejemplo, pueden notar que algunos de los liberales cosmopolitas que se consideran el Benevolente Enemigo de la islamofobia, también están convencidos de que muchos cristianos conservadores son peligrosos. También podrían notar que muchos de los cristianos conservadores que temen que el Islam sea incompatible con la democracia están batallando para dilucidar si su propia fe es compatible con el rumbo del liberalismo moderno o si el cristianismo necesita entrar en una especie de exilio interior en Occidente.
Y, por último, también podrían notar que todos los modelos para reconciliar la fe antigua con la vida moderna tienden a dar bandazos entre el separatismo y la disolución. El gueto de la “fortaleza católica” de los años cuarenta cedió su lugar a la hemorragia de la “modernización del catolicismo” de los setenta. El judaísmo americanizado de mediados de siglo ahora está polarizado entre una ortodoxia en auge y un ala liberal menguante. Las iglesias protestantes liberales se han vaciado mientras el fundamentalismo protestante sigue siendo una fuerza potente.
En este paisaje de opciones, el modelo más claro para la transición del Islam hacia la modernidad podría ser el evangelismo estadounidense que, al igual que el Islam es una fe misionera, descentralizada y basada intensamente en la escritura. Y como el Islam, es una tradición que suele asumir un vínculo orgánico entre lo teológico y lo político.
Por supuesto que muchos evangélicos estadounidenses son hostiles al Islam, como lo son también hacia el mormonismo que, por cierto, también ofrece un interesante modelo para modernizar a los musulmanes.
Pero esto es menos una ironía que una forma de reconocimiento: un Islam que hiciera a un lado la espada sin abandonar su fervor, estaría trabajando en el mismo territorio misionero, occidental y global donde ahora compiten y se enfrentan los evangélicos y los mormones.
Pero tendría que hacer a un lado la espada.