Por las veredas vacías de Madrid se pasean pavos reales y los jabalíes que habitaban escondidos en los bosques de Lombardía bajan a merodear, errantes, por los suburbios de Milán. La crisis del coronavirus ha detonado una paradoja: su expansión comprueba que el mundo sigue siendo uno; sus efectos revelan que será otro.
En la quietud aparente de la cuarentena global incuba una sociedad nueva de rostro desconocido. Con una política aún impredecible. De momento, las sociedades parecen haber recuperado -por el cachetazo feroz de una pandemia- un dato sustancial de la sensatez democrática: el imperio de los hechos.
Desde el auge de la posmodernidad, esas mismas sociedades se habían extraviado en un relativismo donde no sucedían las cosas, sino versiones de las cosas. Esa impostura ha fenecido. Han recobrado su valor estratégico la sabiduría de los científicos, la metódica objetividad defendida por los medios y la prudencia y sagacidad de los políticos, que accionan sobre las cosas. Es sólo un ejemplo nimio: Occidente regresa a los golpes del ensueño torpe donde hasta ayer se cuestionaban las vacunas. Ahora implora por una de ellas.
No es que haya desaparecido la mentira. Las redes están intoxicadas con falsedades. Lo que agoniza es la licencia social que permitió el auge de la política de la posverdad y los hechos alternativos. Y ese cambio -central para la política- se ha disparado con la misma velocidad exponencial del virus.
Una semana atrás, se advertía en este espacio de que en Argentina esa aceleración ponía al presidente Alberto Fernández ante una opción de hierro: liderar de un modo distinto el espacio político y admitir el fin de su estrategia económica inicial.
Fernández actuó rápido y adoptó ese rumbo. Antes de la pandemia había utilizado una metáfora para describir la economía argentina: estaba en terapia intensiva y cada día más grave. La pandemia global operó un cambio drástico. La economía seguirá mal. Su derrumbe será durísimo. Pero el virus es primordial, sin mediación de metáforas. En su lenguaje ayuno de eufemismos, terapia intensiva significa terapia intensiva.
El Presidente convocó primero a dos dirigentes territoriales de los distritos más densamente poblados. Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof. Una elección restringida, pero atinada: ambos reportan a los espacios políticos de Mauricio Macri y Cristina Kirchner. Con ellos anunció la suspensión de las clases. Para disponer la cuarentena, reunió a los líderes de los bloques parlamentarios y al pleno de los gobernadores.
Esa ampliación del espacio de legitimidad política no sólo era conveniente. Era imprescindible. Por primera vez desde la restauración democrática de 1983, la Argentina vive en un contexto efectivo de restricción de la libertad. Una situación en todo excepcional que concentra en los poderes ejecutivos una cuota de poder a discreción y exige los máximos niveles de autoregulación y responsabilidad de las instituciones.
Los expertos en política sanitaria del oficialismo y de la oposición coincidieron en justificar lo draconiano de la medida. Los medios de comunicación unificaron los títulos de su mensaje para apelar a la responsabilidad ciudadana: sin las medidas de aislamiento, las posibilidades de una crisis sanitaria letal y extendida crecerían sin freno.
Legitimados de súbito por la urgencia, los dirigentes políticos desempolvaron en el desván de la grieta los discursos de la unidad. A algunos se les vió en ese empeño enfático la hilacha presumida de la unanimidad, que es algo inconveniente y distinto. Aunque el tono general fue el de la responsabilidad compartida.
¿Suspendió la cuarentena el cálculo político? ¿Dejaron de operar de pronto las aspiraciones personales y de facción? ¿Nadie está estimando -en la soledad de la veda- el saldo tentativo de beneficiarios políticos y perjudicados definitivos por la administración de la crisis?
La política no existe de ese modo en el mundo real. Ni aun en los escenarios de guerra. Pero son cálculos más efìmeros que un suspiro. Inciertos como el impacto de la pandemia en el invierno que se avecina.
Incluso en esa escena volátil, ya existen algunas comprobaciones provisorias: Alberto Fernández asumió por primera vez un liderazo real que la sociedad le reclamaba y aún no tenía. Los referentes en las sombras de los bloques sociales enfrentados en la grieta cedieron protagonismo. Mauricio Macri estiró tanto su receso personal que entró sin discontinuidad en la cuarentena. Cristina Kirchner aprovechó las circunstancias (y los tribunales inactivos) para repatriar a su hija desde Cuba.
La trayectoria de la expresidenta es un precedente digno de consideración para desconfiar de los balances apresurados. Es una historia sembrada de fugas patrióticas en situaciones de crisis, que sin embargo nunca mellaron del todo su capital político. Ocurrió en los sucesos de Cromagnon, las inundaciones en la ciudad de La Plata o la tragedia ferroviaria de Once.
Claro que ninguno de esos antecedentes se acercan a la masiva amenaza de una pandemia. Aun con algunos errores, Alberto Fernández se ubicó en el espacio de responsabilidad que esa angustia social demanda.
Sabe que nadie conoce a ciencia cierta cómo será el mundo cuando esta plaga global termine.
Por ahora, hasta los cisnes blancos navegan su venganza indiferente por los canales devastados de Venecia.