Vivimos días de gran preocupación frente a un panorama difícil en América Latina: conflictos en varios países, frustración ciudadana, una deuda social importante y ausencia de estrategias de desarrollo que permitan crecer con inclusión.
Mucha energía, mucha tinta, muchas páginas repletas de simplificaciones que intentan analizar las realidades locales desde miradas parciales, prejuiciosas e insuficientes.
Lo cierto es que en cada conflicto de cada país hay en primer lugar causas locales, endógenas, propias de cada realidad nacional; en segundo lugar causas que son comunes a todos los países de América Latina. En tercer lugar están aquellas causas globales pero que tienen efectos en lo local. Fenómenos que si bien ocurren en latitudes lejanas, por el influjo de las tecnologías de la información y la globalización, terminan impactando localmente, ya sea por efecto contagio o bien porque son causas que atraviesan en forma similar a todas las sociedades del mundo. Esto antes no lo sabíamos o no lo percibíamos pero hoy, hechos que ocurren en territorios lejanos, inciden mucho en lo local.
El mundo está viviendo un momento de inestabilidad. No sólo hay conflictos en nuestra región. El planeta vive una situación de cambio e imprevisibilidad y también de turbulencia como lo demostraron París, Hong Kong, El Líbano, Barcelona, o Gran Bretaña con el Brexit. Los ciudadanos del mundo sienten que hay un sistema que no es capaz de dar respuestas a sus demandas y la frustración crece en las poblaciones, tanto en los jóvenes como en los mayores.
Yendo específicamente a América Latina, la obscena desigualdad estructural e histórica es sin dudas una de las principales razones aunque no la única. Según CEPAL, en América Latina, el 10% más rico de la población concentra casi el 70% de la riqueza y 246 millones de latinoamericanos se encuentran en pobreza y pobreza extrema, lo que representa 4 de cada 10 ciudadanos de la región. La pobreza y la inequidad son indudablemente unas de las principales causas de inestabilidad política y de la falta de fortaleza institucional y se traducen en un caldo de cultivo permanente para que ocurran conflictos y para que encuentren espacio algunas voces anti sistema.
En América Latina hay países que crecen y otros que no lo hacen, pero hay algo común a todos y es la mala distribución de la riqueza. Una gran parte de la sociedad queda excluida de los beneficios del desarrollo, lo que genera un foco permanente de inestabilidad política, social e institucional. Esto no se resuelve con militares o dispositivos policiales. La furia ciudadana sólo se contiene con desarrollo e igualdad de oportunidades.
Según el Barómetro de las Américas, un 57,7% de los latinoamericanos confía en la democracia, cuando en 2010, la cifra superaba el 68%. Un 39,6% sólo se muestra satisfecho. Estos datos reflejan el por qué de la inestabilidad en la región. La degradación de la confianza en el sistema democrático es un denominador común a todo Occidente pero, por las características de nuestra región, se manifiestan con mucha fuerza. Esta demanda sólo se resuelve con una estrategia de desarrollo que permita aumentar la inversión y crecer, al tiempo que vaya acompañada por una distribución más equitativa de la riqueza.
La solución está muy alejada de las visiones al estilo del régimen de Maduro y de sus aliados en la región, que con mucho cinismo celebran los conflictos que se suscitan en algunos países, queriéndonos hacer creer que la respuesta es la “brisita bolivariana”, cuando vemos que no resuelven ni su propio “huracán”, que sólo les cierra con represión, hambre y exilio.
Esta visión se retroalimenta con otra versión de algunas derechas latinoamericanas que niegan y subestiman el problema de la inequidad, la pobreza y la falta de movilidad social e igualdad de oportunidades, que son fundamentales para construir democracias sólidas. Son sectores que niegan la legitimidad del descontento social y pretenden convencernos de que la única causa del mismo son los enemigos externos y las conspiraciones.
No hay espacio para subestimar o negar una realidad de exclusión y falta de movilidad social que genera resentimiento e insatisfacción en las sociedades latinoamericanas.
Más allá de los logros de Chile en materia económica, lo cierto es que las cifras de inequidad son muy altas y similares al resto de la región. Según CEPAL el 1% más adinerado de ese país se queda con el 30% de la riqueza, mientras que el 50% de los hogares de menores ingresos accede sólo al 2,1%. El sueldo mínimo en Chile es de 301 mil pesos (U$S 423) mientras que la mitad de los trabajadores recibe un sueldo igual o inferior a 400.000 pesos (U$S 562) al mes. En América Latina, el 10% más rico de los individuos recibe entre el 40% y el 47% del ingreso total, mientras que el 20% más pobre, sólo recibe entre el 2% y el 4%, lo que la hace la región en donde la brecha entre la minoría rica y la mayoría pobre es la más grande y extrema en comparación con otras regiones del mundo.
América Latina está frente a un gran dilema. Necesitamos crecer y lograr prosperidad.
Es la hora de abandonar viejas estructuras y paradigmas para abrazar una estrategia de desarrollo con inclusión, con una acción más activa de integración regional y de relación con el mundo.
América Latina es la región más desigual del mundo y la inequidad es sin dudas una de las principales barreras para el desarrollo. Los países latinoamericanos debemos transformar esta crisis en una oportunidad para impulsar los consensos necesarios que terminen con una larga historia de desigualdad y frustraciones y marchar hacia un modelo de desarrollo con inclusión.
Para lograr este objetivo el sistema político debe focalizarse en la construcción de acuerdos que otorguen una estabilidad general a la región que permita reducir la inequidad social, lograr el crecimiento económico, mejorar la institucionalidad democrática y profundizar el proceso de integración regional.