El des-acuerdo Mendoza - San Juan

El des-acuerdo Mendoza - San Juan

La ley 6.216, por la que se establece el conocido acuerdo Mendoza-San Juan, y se crea el Fondo Vitivinícola de Mendoza (San Juan nunca lo creó), no es un hecho aislado en la política vitivinícola del país. Recordemos que fue sancionada en 1994. Seis años después de que el Gobierno de la Provincia de Mendoza, dispusiera a través del decreto 3.345/88, la privatización de la Bodega Giol.

Después de la crisis de la década del 80, cuando se perdió el 30% de la superficie implantada en el país, con un marco inflacionario galopante, en medio de una crisis económica financiera y político-institucional, enfrentando una creciente disminución del consumo interno y estancamiento en las exportaciones, se hace presente, con esta privatización, la intervención política a través del gobernador José Octavio Bordón.

Párrafo aparte para las políticas nacionales, impulsadas bajo la presidencia de Carlos Menem, y con ellas el decreto de “desregulación” de Domingo Cavallo, (octubre de 1991). Esta ley, no sólo deroga la ley de envasamiento en origen, (una vez que ya se habían radicado en las provincias productoras todas las plantas que tuvieron el capital para poder hacerlo) sino que se avanza, con una filosofía de libre mercado, en dejar sin efecto “todas las regulaciones de la vitivinicultura como la ley que prohibía la implantación de viñedos de variedades comunes hasta 1993, que bloqueaba las existencias vínicas y establecía otras medidas de control de la oferta y diversificación de la uva”.

Es aquí precisamente donde coinciden importantes autores en mencionar que se conforma “una nueva fase en el campo de las políticas públicas”.

En consecuencia este decreto trajo aparejado un acontecimiento de trascendental importancia, y bien lo manifestaron algunos importantes autores analistas de la industria como Basualdo y Azpiazu: “Esto es la transferencia del poder regulatorio de determinados mercados, a quienes podían ejercer con plenitud posiciones oligopólicas u oligopsónicas en los mismos. Lo que se llama un desplazamiento del poder regulatorio del Estado, que genera todavía un mayor fortalecimiento de los grupos oligopólicos”.

Entre estas idas y vueltas, aparecen la Provincia de Mendoza y la de San Juan, intentando una especie de intervención regulatoria del mercado, y surge la ley 6.216. En sus considerandos, se vuelve sobre la idea de la diversificación, la necesidad de promover la exportación, equilibrar los stocks vínicos y asegurar la legítima rentabilidad.

Por lo tanto este tratado presupone que la elaboración de mosto es la natural vía para equilibrar stocks vínicos y promover exportaciones. Con la creación del Fondo Vitivinícola se permite comprometer recursos que se obtienen a través de la contribución obligatoria de los establecimientos vitivinícolas y el aporte equivalente del Estado mendocino. Establece otra “cláusula” por la que quedan eximidos de la contribución establecida, los establecimientos gravados que elaboren mosto con el 20% como mínimo del total de uva ingresada al mismo. Este porcentaje se fija anualmente”.

Quien no diversifique debe pagar “multas” y entonces con esos fondos, más otro tanto que aporta a modo de subsidio el Estado, se pretenden conseguir los objetivos establecidos en la ley.

Olvida tener en cuenta que pocas empresas son las que exportan grandes volúmenes, por lo tanto las grandes beneficiadas son quienes suelen no “derramar” los beneficios. Pero lo peor es que con posteriores decretos reglamentarios, e incluso disposiciones del propio Fondo Vitivinícola, se comienza a eximir del pago de la contribución a quienes destinen estos porcentajes “también” a exportaciones.

Estos porcentajes se modifican año tras año, lo cual afectó seriamente los dos objetivos básicos de todo ese cuerpo normativo. Este accionar, denunciado en 2003 en un trabajo presentado al ministerio de Economía de la Nación por los Dres. Basualdo y Aspiazu, ha continuado siendo criticado hasta la actualidad, por lo que llegó este último año también a generar conflictos con San Juan, con la que finalmente no se llegó a ningún “acuerdo”.

El sistema de compensaciones es sumamente criticado, por injusto, arbitrario pero, también, por aplicarse estos decretos reglamentarios posteriores, un exceso de reglamentación que podría estudiarse como algún caso de inconstitucionalidad. Esta práctica elutoria hace que algunos no hagan mosto por el solo hecho de exportar, cuando el espíritu de la ley era generar los recursos a través de la contribución, para fomentar exportaciones pero también para lograr una adecuada rentabilidad.

Es que ya no está garantizada la rentabilidad en la elaboración de mosto. Se genera un nuevo interrogante: el negocio del mosto es un negocio en sí mismo, o es sólo una alternativa de diversificación. Esta alternativa de diversificación resulta ser muy costosa para quienes están obligados a hacer mosto ya que, por la caída que éste ha tenido en los últimos tiempos, destinar esa uva a mosto resulta para el productor más perjudicial que “dejar la uva en la cepa”. Aunque si consideramos al negocio del mosto como un negocio en sí mismo, ¿debemos seguir protegiéndolo con un tratado como éste?

El hecho de que se muestre que ha sido una herramienta exitosa en el equilibrio de mercado, no prospera frente a la realidad del sector productivo, que está vendiendo sus uvas y sus vinos por debajo de los costos de producción, a pesar de la existencia de esta herramienta. Probablemente también esto sea por el hecho de no existir ningún mecanismo como fideicomisos de mostos, como propone algún autor por allí.

Por mi parte creo que el problema central de la herramienta es que está desvirtuada por las mencionadas prácticas elusivas y elutorias, ya no es suficiente para lograr los equilibrios tan buscados ni para lograr una “adecuada rentabilidad” que no se ha logrado con la reconversión planteada desde 1985, ya que, como circula en algún estudio realizado por importantes autores, quienes hicieron reconversión a varietales tienen, en la mayoría de los casos, rendimientos negativos incluso mayores a los que no reconvirtieron.

¿Seguimos cargando, en la espalda, todo a los mismos sectores? ¿Seguimos con la obligación de equilibrar stocks o generamos otros mecanismos que equilibren mercados, con una diversificación más amplia no sólo a mosto, pero que también tiendan a solucionar los graves problemas que tenemos en la distribución de la renta en la cadena comercial, donde el sector productivo participa cada vez en porcentajes menores?

Mientras algunos presionan por dejar todo como está, crece la concentración económica, la concentración de la tierra en pocas manos y estos actores concentrados ejercen abuso de posición dominante, “desequilibrando” el mercado, distorsionándolo a través de prácticas que lindan con la deslealtad comercial. Se suman a esta actitud la cadena de distribución y comercialización. Se requiere reglamentación como la de Europa, como la ley de mejora de la cadena agroalimentaria, códigos de buenas prácticas comerciales, como Australia, o tomarnos seriamente la cartelización de empresas, con una legislación adecuada de defensa de la competencia.

Es así como consideramos que la ley 6.216 debe ser derogada y remplazada por otra que, adecuándose a las nuevas asimetrías, a los nuevos desequilibrios, pueda restablecer lo que la primera ley traslucía en su espíritu: lograr adecuada rentabilidad. Es una característica de la concentración económica hacer captura de la regulación y generar el marco jurídico adecuado para mantener el status quo que le ha permitido esa posición privilegiada, pero es necesario un poder político fuerte, capaz de vencer estas fuerzas y adecuar la legislación para proteger al más débil.

Es necesario que, mientras estudiamos cuál es la situación concreta de las uvas rosadas, que han pasado de ser 99.367 hectáreas en 1990 a 53.477 en 2015, remplacemos esta ley por otras que estén destinadas a equilibrar los “nuevos” desequilibrios de la cadena comercial del vino y, en consecuencia, del mercado. Le pese a quien le pese, porque de los 52.418 viñedos que existían en 1980, cuando se comenzó a hablar de diversificación, ya tenemos sólo 25.049 registrados en 2015. El consumo sigue bajando. ¿No es suficiente este dato, para permitirnos entonces, repensar la legislación? ¿ O seguiremos con el des-acuerdo?

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