El delito en la primera mitad del siglo XIX

¿Cómo era considerado el crimen hace dos siglos? ¿Cuáles eran los más comunes de ellos? ¿Cuáles las costumbres para su castigo?

El delito en la primera mitad del siglo XIX
El delito en la primera mitad del siglo XIX

“En cualquier estado el hombre ha de sentir ciertas necesidades físicas, que no podrá satisfacer sin algo más o menos de industria. Ello es constante que si no cubre este llamado por los medios honestos del trabajo, tiene que usar los del crimen, el robo, el engaño y la violencia; y esto nos parece probar de un modo luminoso, que no son las causas naturales las que lo inclinan a desviarse del camino. Que es la deficiencia de su poder intelectual, en su pervertida educación, y en lo viciado de las instituciones civiles se encuentra más bien todo el motivo de sus fallas”. Así describe el delito un hombre del siglo XIX: Manuel Moreno, hermano del prócer.

Conocer a fondo estos hechos durante esta centuria se ve dificultado por la falta de estadísticas, aunque hacia la segunda mitad del mismo comienzan a existir. Sin embargo gracias a trabajos como los de Susana Frías y Abelardo Levaggi, abocados a la temática, sabemos que en su mayoría se trató de robos y algunos hechos de sangre, los delitos sexuales no figuran en alto rango. De todos modos cabe la posibilidad de que en realidad fuesen los menos denunciados. Uno de los casos que sí se denunció implicó a Manuel Dorrego.

Durante las luchas por la Independencia Dorrego terminó en el frente Oriental, desembarcando en Colonia (actual ciudad uruguaya) en 1814. Tras imponerse en la batalla llegaron denuncias de su comportamiento con los lugareños. El jefe de la familia Ortogués lo imputó especificando a las autoridades porteñas: “Mi hija, digno objeto de mis delicias, ha sido víctima de la lascivia de un hombre desmoralizado y la violencia se opuso su inocencia”.

No precisaba el nombre del violador, pero muchos acusaron a Dorrego o a un oficial directamente bajo su mando, comentando que se realizaban bailes para festejar la victoria y que daban a las jóvenes bebidas mezcladas con un afrodisíaco -extractos de la mosca española- y que así abusaban de las damas.

Especifica Gabriel Di Meglio, biógrafo de Dorrego, que no es establecer con certeza si el militar estuvo implicado “en la violación directa o indirectamente -por ser jefe-, lo que sí se sabe es que las acciones de las tropas porteñas que él y otros dirigieron en la Banda Oriental y en el resto del Litoral fueron devastadoras, con delitos de este tipo, muertes y saqueos”.

En la década subsiguiente combatir el crimen comienza a ser el gran objetivo de los gobernantes, la situación era apremiante. En todo el país la guerra trajo confiscaciones que arrasaron económicamente a las provincias y muchos hombres dejaron de trabajar para unirse a las montoneras o a los ejércitos, afectando considerablemente la producción. La “civilización” sufrió cierto retroceso y los caminos se volvieron muy peligrosos.

En 1821 un viajero inglés, Alexander Caldcleugh, escribió: “El viaje a Mendoza por la pampa ofrecía pocos peligros hasta estos últimos tiempos, pero la despoblación de la campaña ha envalentonado a las tribus salvajes -que antes vivían relativamente sumisas a los españoles- y es causa de que se corran hasta el norte e interrumpan las comunicaciones con Chile. En otro tiempo, en el trayecto del camino que cruza el país, vivían familias honradas que proporcionaban caballos a los viajeros y en algunos sitios se habían levantado pequeños fuertes para repeler el ataque de los indios. Pero al presente la casa de posta es una miserable casa de barro y el propietario, en el mejor de los casos, vive en un estado de pobreza lamentable”.

De esta inseguridad dio testimonio el último viaje de Remedios de Escalada de Mendoza a Buenos Aires. De no ser por la protección de Belgrano -a través de sus lugartenientes José María Paz y La Madrid- hubiese padecido un ataque.

Era común exponer los cadáveres de los delincuentes muertos o de los enemigos vencidos. En el Cabildo de Mendoza se expuso de este modo a los Carrera y en el de Santa Fe, Estanislao López hizo lucir la cabeza de Pancho Ramírez en una jaula. Mientras tanto, el santafesino se dispuso a reconstruir la devastada provincia. En 1824 el inglés John Miers pasó por esta zona y dejó registro de un panorama sumamente complicado: “Muchos estancieros o familias de hacendados han tratado de restablecer la cría de ganado en sus propiedades, pero es tal la incapacidad del gobierno para contrarrestar la acción de los cuatreros, el robo, el bandolerismo y maniobras audaces de la gente, que no bien se introduce una tropa de ganado, desaparece, a pesar de todas las precauciones que se toman para evitar el robo. Por lo tanto el pueblo de la provincia se mantiene en la mayor parte a base de carne de mula y de yegua, y aprecia la primera como alimento más delicado”.

Casi simultáneamente, Bernardino Rivadavia -siendo ministro- convirtió a Buenos Aires en un lugar más seguro. “La criminalidad ha disminuido desde que Rivadavia asumió el mando -señala el contemporáneo inglés Love- y se dictó un decreto prohibiendo el uso de cuchillos (...). Las puñaladas eran algo tan corriente en Buenos Aires que nadie se ocupaba de prender al criminal. Si por casualidad era atrapado, bastaba una breve prisión en el calabozo para que el homicida quedara en libertad de cometer más crímenes (...). Que las cosas tengan ese carácter ocasionaba el asombro de todos los extranjeros. Cuando llegaban por primera vez tenían la costumbre de andar armados por la noche; pero eso no sucede ahora, pronto cobran confianza”. El mencionado Caldcleugh también notó este avance: “Antes de este cambio, apenas podía decirse que hubiera policía en la ciudad y aunque varias veces fue alterada la tranquilidad de la población, la verdad es que en otro país y bajo idénticas circunstancias, los desórdenes hubieran sido mucho mayores”.

Al llegar a la presidencia impuso una Constitución rechazada desde un principio por las provincias. El texto -generalmente “demonizado” por unitario- realiza ciertas concesiones que para esa época eran vanguardistas. Con respecto al tema que nos interesa, establecía que todos debían ser juzgados por jueces independientes e imparciales y su artículo 170 decía: “Las cárceles solo deben servir para la seguridad, y no para castigos de los reos. Toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exige será corregida según las leyes”.

Hasta entonces, la costumbre establecía que el reo -cuenta Mariquita Sánchez- moría en “un aparato alto y se ponía un torno; lo sentaban y con el torno le apretaban el pescuezo de modo que la lengua le quedaba afuera. A todos los muchachos de las escuelas llevaban a ver esto”. Entre los niños que observaron tamañas atrocidades se encontraba Bernardino Rivadavia. Convertido en hombre buscó acabar con estos suplicios, pero el país no estaba listo para comprenderlo.

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