No llegó a tiempo. Fernando de la Rúa no alcanzó a ver el final del mandato constitucional de Mauricio Macri. Nadie desconfía ahora de esa circunstancia, que debería ser tan normal como la respiración para el sistema político. No era así hace un año. El país permanecía entonces atribulado por una crisis cambiaria profunda y el horizonte de la renovación electoral parecía demasiado lejano. La muerte del último presidente radical sacudió una parte de la conciencia adormecida en el país político.
Acaso el principal legado de De la Rúa haya comenzado a evolucionar bajo la forma de un áspero aprendizaje: aquel que debió hacer la Argentina sobre la inconveniencia absoluta y los costos sociales irredimibles de abortar los mandatos constitucionales. La elite dirigencial se apresuró a cerrar la página de un recuerdo incómodo y la campaña se abrió con intensidad previsible. Aquellos que anticiparon desde un inicio que el pleito político se resumiría bajo la forma de una aguda polarización comprueban hoy la constatación de sus predicciones. Tres meses atrás, toda una vertiente de consultores y analistas apostaba a la consolidación de al menos tres grandes bloques políticos.
Algunos se aventuraron a diagnosticar que Macri no llegaría a una segunda vuelta, empantanado en el tercer lugar entre Cristina Fernández y el peronismo alternativo a la grieta. Los agregadores de encuestas que usan los evaluadores de riesgo en la banca de inversión muestran que la mitad de los sondeos describen una paridad ajustada entre Macri y Cristina, con diferencias ínfimas y dentro del margen de error estadístico. La otra mitad de los encuestadores le asignan a la expresidenta una luz de ventaja. Que no alcanza para firmar aún ningún resultado. El comando electoral del oficialismo aplicó el manual clásico: hacer más intensa la confrontación para referenciar al adversario y desequilibrar la carrera. En esa tarea, Macri eligió con precisión sus objetivos. Apuntó a una franja del sindicalismo que reúne lo peor del modelo gremial argentino: corrupción dirigencial, privilegios subsidiados por el conjunto de la sociedad, tácticas reivindicativas agresivas que se han ensañan contra el ciudadano común y alineamiento político con el kirchnerismo. Con el mismo envión, empujó a los dos principales dirigentes de segunda línea que Cristina intentó mostrar como un giro hacia la moderación: Alberto Fernández y Sergio Massa. Al primero lo resumió: una conversación inútil. Al segundo lo perfiló como un especulador pequeño. No fue sólo Macri. El oficialismo en bloque levantó el volumen. Horacio Rodríguez Larreta, cómodo en las encuestas, metió el dedo en la llaga de la campaña opuesta. Dijo que los derrapes autoritarios del kirchnerismo no son un desliz sino una identidad. Miguel Pichetto (en la foto con Cristina, en otros tiempos) aprovechó un error del adversario: al aludir de soslayo a un nuevo cepo cambiario, Axel Kicillof habló como el ministro que fue y dañó al candidato que es.
Elisa Carrió subrayó la evidencia más relevante del comienzo de la campaña: la tensión latente en la fórmula opositora porque el poder real está escondido en segundo término.
Esa tensión es más notoria y se expone caótica cuando Cristina esta ausente. Pero el desencanto con Macri tiende a ceder cuando Cristina regresa a los primeros planos.
Alberto Fernández mostró la incomodidad de su rol secundario. Ha quedado como el expositor de las iniciativas institucionalmente más cuestionables de su sector político, con la avanzada contra los jueces, la agresividad contra el periodismo. O como el gestor mendicante ante gobernadores e intendentes del PJ, que se resguardan en la sinceridad expuesta de la boleta corta o en la agachada imprevista del corte de boleta. La política territorial es el imperio de la agenda propia.
El kirchnerismo sabe que no debe dar nuevas ventajas ni subestimar a un oficialismo competitivo; Macri ha vuelto a respirar con la estabilidad cambiaria y una incipiente recuperación del consumo. La lógica de campaña indica que Cristina reaparecerá con críticas para evitar que le empaten unas primarias en las que aspiraba a imponerse con comodidad. Ocurre que la polarización anticipada no es sólo la estrategia común de los dos bloques políticos en disputa para ganar la elección. Es también la condición para obtener en primera vuelta las condiciones de gobernabilidad futura. Así como Cristina dejó como principales pasivos apenas ocultos de su gobierno un profundo atraso cambiario y un déficit cercano a los 7 puntos del producto activados en una maraña explosiva de subsidios, Macri cerrará su gestión con un déficit financiero cuya única resolución posible es una renegociación contra reformas. A diferencia de Cristina, Macri retiene todavía un capital imprescindible para encarar ese proceso: la confianza externa.
Cristina aspira a acumular en la primera vuelta el otro insumo necesario: un bloque disciplinado de votos en el Congreso. Como consecuencia hay una parte del debate de fondo sobre el futuro de la economía que asoma entre los ruidos de la campaña. El acuerdo comercial entre el Mercosur y a Unión Europea ayudó a instalar esa discusión.
Para que ese acuerdo sea factible, el país necesita sincerar su matriz de competitividad.
El debate de las reformas pendientes no aparece por ese desafío estratégico, sino por la urgencia financiera de corto plazo. Es el dilema central del poder que viene. De Macri o de Cristina.