Por Fernando Iglesias - Periodista. Especial para Los Andes
Si seguimos construyendo un mundo tecnológicamente global y económicamente interdependiente al mismo tiempo que enseñamos a nuestros niños que el interés nacional es el bien supremo al que deben subordinarse todos los demás, algo malo va a sucedernos. Es más, ya nos sucedió, y se llamó genocidio judío y Segunda Guerra Mundial, acontecidos bajo la idea de Deutschland Deutschland über alles: Alemania, por encima de todo.
No está mal comenzar los festejos de uno de los posibles cumpleaños de Europa (la firma, en 1957, de los Tratados de Roma que dieron origen a la Comunidad Económica Europea) recordando que el proceso de integración regional más avanzado de la historia fue una respuesta al genocidio y la guerra que habían causado los Estados nacionales autárquicos y soberanos.
Y, a contramano de los despistados que creen que la Europa unida es un fenómeno reciente, tampoco sobra recordar que el proceso de integración federal europea no comenzó hace una década sino hace mucho tiempo. Como primer cumpleaños, pues, podría mencionarse el célebre discurso de Víctor Hugo en el Congreso Internacional de la Paz (París, 1849), enorme antecedente inaugural de que el federalismo se preparaba a trascender los límites nacionales dentro de los cuales había nacido y prosperado.
Cito a Víctor Hugo extensamente, por la actualidad de sus palabras sin desperdicio: “Un día vendrá en el que la guerra parecerá absurda y será imposible entre París y Londres, entre San Petersburgo y Berlín, entre Viena y Turín, como es imposible y parece absurda hoy entre Ruan y Amiens, entre Boston y Filadelfia. Un día vendrá en el que vosotras, Francia, Rusia, Italia, Inglaterra, Alemania, naciones del continente, sin perder vuestras cualidades distintivas y vuestra gloria individual, os fundiréis estrechamente en una unidad superior y constituiréis la fraternidad europea, exactamente como Normandía, Bretaña, Borgoña, Lorena, Alsacia, todas nuestras provincias, se funden en Francia.
Un día vendrá en el que no habrá más campos de batalla que los mercados que se abran al comercio y los espíritus que se abran a las ideas. Un día vendrá en el que las balas y las bombas serán remplazadas por los votos, por el sufragio universal de los pueblos, por el venerable arbitraje de un gran Senado soberano que será en Europa lo que el parlamento es en Inglaterra; lo que la dieta es en Alemania; lo que la Asamblea Legislativa es en Francia. Un día vendrá en el que se mostrará un cañón en los museos como ahora se muestra un instrumento de tortura, asombrándonos de que eso haya existido”.
El día vaticinado por Víctor Hugo llegó, pero demasiado tarde, después y no antes de la guerra; más exactamente, después de tres guerras originadas en la disputa entre Francia y Alemania por el carbón de Alsacia, dos de las cuales tuvieron dimensión mundial. Sólo luego de ellas llegaría el segundo cumpleaños de Europa: el 9 de mayo, Día de Europa, que recuerda la Declaración por la cual el ministro de Relaciones Exteriores de la Francia aliada y vencedora, Robert Schuman, propuso que el carbón y el acero de Alsacia pertenecieran juntamente a Francia, Alemania y a todos los países que quisieran formar parte de la Comunidad Europea del Carbón y Acero (lo hicieron Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo), creada finalmente en 1951.
Basta tomar esta fecha que divide al siglo XX europeo en dos partes perfectamente definidas y regidas por principios opuestos: el interés supremo de las naciones soberanas -la primera- y la integración federal -la segunda-, para obtener un juicio definitivo sobre los efectos del nacionalismo en un mundo interdependiente y crecientemente globalizado. Sin embargo, aquí estamos de nuevo, viendo el retorno -a derecha e izquierda- de los adoradores de los viejos buenos tiempos estatal-nacionales; como si cada generación tuviera derecho a incubar su propio fascismo y disfrutar de su propia guerra mundial…
¿Exageración? Súmense al avance del nacionalismo populista en Europa; el reciente Brexit y la elección de Trump; recuérdese que el máximo organismo encargado de sostener la paz internacional -el Consejo de Seguridad de la ONU- reúne hoy a un representante de Putin, uno de Trump, uno del Partido Comunista Chino, uno del partido que promovió el plebiscito que llevó al Brexit y, si las cosas salen mal este año en Francia, uno del Front National de Marine Le Pen, y se encontrarán buenas razones para temer por la paz mundial.
Para no mencionar otros elementos del espíritu de época que antecedieron el anterior conflicto ecuménico: crisis económica irresuelta, auge del proteccionismo, apogeo de grupos nacionalistas, grandes migraciones, xenofobia, sensación generalizada de descontento e incerteza, terrorismo internacional.
Por si fuera poco, la Unión Europea y la ONU, principales respuestas a la crisis del paradigma nacionalista y sus consecuencias, han quedado desactualizados y se están demostrando insuficientes para enfrentar los desafíos del siglo XXI. Paradójicamente, esa incapacidad refuerza más el impulso a desechar la UE y la ONU para volver al monopolio de la política en manos de los Estados nacionales, que una respuesta razonable que apunte al fortalecimiento, democratización y actualización de las organizaciones internacionales y mundiales.
Es en este marco problemático e incierto que se festejó el cumpleaños de Europa; una efemérides que nos recuerda que el continente que durante medio siglo generó las peores guerras y genocidios mientras expulsaba a millones de sus habitantes, se transformó en la experiencia político-social más exitosa de la historia; signada por 60 años de paz, desarrollo económico, prosperidad social y vigencia irrestricta de los derechos humanos.
Hoy, aun cuando la crisis económica europea no ha sido completamente superada, 27 de los 28 países de la UE son considerados de nivel “muy alto” en el índice de Desarrollo Humano de la ONU; el más reconocido ranking de las condiciones de vida a nivel mundial, siete de cuyos top-ten son también europeos. Un resultado espectacular cuyas falencias e insuficiencias sólo pueden solucionarse con más, y no menos, Europa.
Por otra parte, cada una de las crisis que atraviesa la Unión Europea respeta dos características. Primera, su carácter global: ni la crisis financiera y sus consecuencias en términos de recesión y desocupación, ni las oleadas inmigratorias ni el terrorismo internacional ni ninguno de los problemas que conmueven hoy a Europa tienen origen en el propio continente ni solución aislada por parte de él. Por el contrario, forman parte del creciente descontrol de los procesos globales, que es consecuencia inevitable de un contexto tecno-económico global insuficientemente regulado y controlado por una estructura político-jurídica de tipo nacional-internacional.
Segunda, todos los problemas de la Unión Europea son producto de su éxito y no de su fracaso. Es cierto: la juventud europea enfrenta un panorama laboral sombrío e incierto pero no es menos cierto que la desocupación sigue siendo de un dígito, que su principal impulsor es el altísimo costo laboral que generan los salarios más altos del planeta y el estado de bienestar más completo y extendido del mundo, y que millones de inmigrantes extracomunitarios han encontrado empleo desempeñando las tareas que la actual generación de jóvenes europeos se niega a desempeñar.
Es cierto: miles de inmigrantes mueren cada año en las costas del Mediterráneo pero no es menos cierto que Europa ha dejado de expulsar mano de obra para convertirse en la meca de la emigración mundial y en el principal aportante -por lejos- de fondos de ayuda para los países en desarrollo. Es cierto: Europa no ha logrado resolver la crisis originada en 2008 con la misma eficiencia que los Estados Unidos de América pero no es menos cierto que la crisis se originó en los Estados Unidos y que, para superarla, Washington ha aprovechado la extraordinaria ventaja de que su moneda nacional sea también la moneda de intercambio internacional, lo que ha permitido una emisión monetaria y un déficit comercial inauditos sin caer en la cesación de pagos ni en la hiperinflación.
Finalmente: la crisis recesiva de largo plazo que aún sufre Europa, y que es la incubadora social del malestar nacionalista-populista, depende casi enteramente de que los Estados Unidos de Europa soñados por Víctor Hugo son aún un proyecto en desarrollo; con mercado y moneda única pero sin un verdadero gobierno económico europeo ni capacidad de emisión de deuda y unificación de las políticas fiscales y presupuestarias a nivel continental. ¿Será ésta la tarea cumplida de los Spinellis, Monnets y Schumans del futuro, a los cuales celebraremos dentro de otros sesenta años en un nuevo cumpleaños de Europa, o simplemente estamos en la antesala de un proceso de desintegración europea de consecuencias inimaginables para toda la humanidad?