México estuvo durante décadas en manos de un partido hegemónico, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que pese a surgir de una muy profunda insurgencia popular, con el tiempo se burocratizó y consolidó una nueva oligarquía que no pudo hacer frente a los grandes males de su población. Hace varios años que entró en crisis, por eso poco tiempo atrás se pudo romper su unicato de hecho y un partido de centro derecha, el PAN, logró vencerlo en una elección. Sin embargo, tampoco se lograron los resultados esperados y el PRI volvió al poder supuestamente renovado, pero lo cierto es que acaba de perder nuevamente una elección de manera muy rotunda.
Aparece, entonces, por primera vez, la posibilidad de que la izquierda mexicana, tras la figura de Andrés Manuel López Obrador, luego de dos intentos previos fallidos en los que estuvo muy cerca de llegar (algunos incluso hablan de fraude cometido contra él), tenga su oportunidad pese a asumir en un momento muy convulsionado, donde las relaciones con su gigantesco vecino, Estados Unidos, no son nada buenas.
Lo cierto es que López Obrador parece haber adquirido moderación a través de la acumulación de experiencias como candidato. De haber ganado la década anterior, casi sin lugar a dudas hubiera formado parte del conglomerado populista que tras la égida de Chávez, Correa y los Kirchner, dominó ampliamente las tendencias políticas del continente americano desde el sur del río Bravo hasta Tierra del Fuego. Pero frente al declive de esas experiencias el futuro presidente mexicano realizó una campaña donde, sin renunciar a su ideología nacionalista de izquierda, promete una lucha feroz contra el déficit fiscal y mayor apertura de su país, integrándolo al resto de los americanos sin intentar formar bloques ideológicos cerrados, agresivos y antiglobalizadores.
Pero por sobre todas las cosas, López Obrador tiene un desafío crucial con los Estados Unidos por la prepotencia con que Donald Trump ha tratado al presidente saliente, Enrique Peña Nieto, y a la pelea que el norteamericano está librando para impedir el ingreso de inmigrantes mexicanos a su país.
De alguna manera, el triunfo rotundo de la izquierda en México es una reacción de ese pueblo a las pretensiones agresivas y destempladas del que se cree dueño del imperio y del mundo.
Y también a un problema interno pero de grandes conexiones internacionales: el drama del narcotráfico que ha convertido a México en uno de los países más violentos del continente. Donde la guerra por la droga se ha mezclado gravemente con la dirigencia política y empresaria, de modo tal que la campaña electoral se desarrolló en un clima de terror en el cual los asesinatos de candidatos políticos han superado el centenar y ya parecen moneda corriente en un país desmadrado por la corrupción, la violencia y el narcotráfico.
En fin, que son muchos y gravísimos los desafíos que le esperan al nuevo presidente, quien deberá demostrar un gran temple para salir adelante.
Un analista político de ese país afirmó hace pocos días que López Obrador en estos años ha ido virando bastante su ideología, pasando de un inicial populismo proteccionista a una especie de socialdemocracia, que sin abandonar sus ideas fundantes de izquierda, las aúna con un respeto a las instituciones republicanas y a la economía de libre competencia, capaz de luchar por igual contra los monopolios privados como contra los estatismos estériles.
El presidente argentino Mauricio Macri, que está buscando integraciones tanto en América como en Europa que le permitan aperturas económicas consensuadas e integraciones políticas efectivas, ha saludado al nuevo presidente mexicano con la esperanza de que en ese camino puedan coincidir, más allá de las ideas diversas que inspiran a uno y a otro. Ojalá su posible unión pueda ser el inicio de un camino mejor para nuestros sufridos pueblos.
