— ¡Ustedes tendrían que haber venido antes! Acá nos disfrazamos, jugamos, nos reímos. Pero vienen ahora.
Ahora hay banderines amarillos y blancos que cuelgan de otra celebración, hay lágrimas y abrazos que contienen el desgarro, hay oraciones con artículos, balbuceos, impotencia y verbos en pasado, hay monjas, niños, obreros, dirigentes gremiales, hijos y compañeras, hay carteles con dibujos y deseos pegados en las paredes de cemento, hay canciones rezadas a viva voz, hay un ataúd cerrado con una mujer muerta de dos tiros, hay una comunidad, un vecindario, uno grupo de mujeres mamás militantes malabaristas que hablan, susurran y alzan las palabras como pueden, tratando de reconstruir lo que ocurrió hace algunas horas: el crimen de Mercedes Delgado.
Le decían Meche, Mechi y Mechu. Era una de las 110 mamás que trabajan de forma voluntaria en el Centro Comunitario San Cayetano del populoso Barrio Ludueña en la zona oeste de Rosario. El mismo barrio donde también trabajó el militante social Claudio Pocho Lepratti asesinado por balas policiales hace una década atrás durante la eclosión social más dura y violenta que padeció Argentina.
Meche tenía 50 años, seis hijos, una nieta y -al igual que Pocho- una fe en Dios que la traducía en entrega, en labor territorial, en compañía de los más débiles, en caricias y juegos con los más chicos, en comidas suculentas para pasar el invierno, en costura potente para emparchar la ropa vieja, en limpiar, barrer, emprolijar y embellecer el galpón del Centro Comunitario para organizar los cientos y cientos de bautismos.
Mercedes alimentó a sus asesinos, ellos concurrían asiduamente al comedor del centro. Los criminales pertenecían a la comunidad. De niños –y hasta no hace mucho tiempo- iban al San Cayetano en búsqueda de un plato de comida. Probablemente, Mercedes también haya participado en sus bautismos. Los vericuetos de la vida describen la parábola más siniestra. Meche entregó esperanza, convicción y fe. Meche recibió dos balazos cuando quedó en el medio de un enfrentamiento entre dos bandas narcos que se diputan el liderazgo en el barrio.
“Es la segunda Pocho”, dicen sus compañeras. “A Pocho lo mató la policía. A Meche las balas de los narcos que son socios de la cana.
Es lo mismo”. Con una década de distancia entre ambos asesinatos el crimen de Lepratti quedará en la historia como símbolo de la eclosión de un modelo neoliberal que exterminó las políticas sociales de un país fracturado, de índices de desocupación que arañaron los 30 puntos, de barrios a la deriva, de destrucción de la dignidad laboral simplemente porque no había trabajo. Los asesinos de Meche eran niños durante la crisis del 2001.
Los criminales de hoy son los hijos de la peor crisis de Argentina. Los efectos residuales de las crisis, de las bombas y de la extrema marginalidad suelen ser más silencios y más nocivos. En Japón inventaron una palabra para denominar a las víctimas sobrevivientes de los bombardeos atómicos. Lo llamaron hibakusha que significa “persona bombardeada”. Los sobrevivientes, además de padecer las enfermedades por haber estado expuestos a la radiación, también sufrieron ser hibakusha como una maldición.
Una palabra que los estigmatizó y discriminó. En Argentina no existe una palabra exclusiva para definir y estigmatizar a quienes padecieron más de 30 años de políticas que empujaron a millones a la marginalidad. Les suelen decir negros, mutantes, cabecitas. Y ahora son narcos.
La irrupción de la droga en los barrios reconfigura las prácticas culturales, los códigos y los lazos sociales. Los narcos y sus soldaditos buscan asociarse con el poder, libran sangrientas batallas entre distintas facciones, procuran copar cada barriada, comercializan con la clase media y ahora también asesinan a actores sociales del mismo territorio. En el barrio todos pueden ser hibakusha. Todos afectados por la misma maldición.
La pulseada contra el narcotráfico no se gana con dinero. Por eso las “Las Madres del Ludueña” están dispuestas a hablar. Conocen a los asesinos.
“Todo pasa porque todos callan. Todos estamos expuestos y vamos a hablar”. No tienen odio. No tienen resentimiento. Caminan por el camino de la palabra. Y las palabras están escritas en las paredes del comedor comunitario. Florencia, Agustina y Sofía firman una especie de “once mandamientos” que redactaron en un taller: 1) No venimos a robar porque las cosas son de otros. 2) No abandones tus sueños. 3) Si ustedes roban hay que devolver las cosas. 4) No a la violencia 5) No robar a los profes porque ellos vienen a enseñarnos 6)
A la capiyita no se viene a transar ¡Saben!... En otro sector hay un afiche de color verde que emula una tapa del diario Página 12 producto de un taller de periodismo que dicta el colectivo Caleidoscopio, un grupo de estudiantes universitarios que colaboran en el centro. El título de la tapa deseada es: “El Caleidoscopio se une a la lucha contra la droga en el Ludueña”.
“Junto con los vecinos, organizaciones territoriales y algunas instituciones del barrio los jóvenes del Caleidoscopio organizan actividades para tratar la problemática de las adicciones”, agregan en la bajada. Acompaña a la nota un dibujo con rasgos infantiles de varios pibes conversando.
Es la hora 9.30 del jueves 10 de enero del 2013. En Rosario hace mucho calor. Ya pasaron dos días del crimen de Meche. Las mujeres, los pibes, las monjas y los militantes abandonan la geografía de casas bajas y calle sin pavimento. Dejan de hablar con la prensa e ingresan al velatorio para cantar una canción de Natalia Barrionuevo que habla de entrañas, de pueblos crucificados, de broncas acumuladas, de la compañía de Dios: “Hay que seguir andando, nomás”.
Y los periodistas escuchamos la canción que cantaba Meche, esa morocha decidida, fervorosa y alegre que no conocimos.