El escuálido perro cubierto de motas blancas sale todos los días al balcón. Religiosamente, a las 8, su dueño lo deja allí por horas. Sus estridentes ladridos sacuden la calma de la mañana. Ese caniche seguirá chillando por horas, afectando la vida de las cientos de personas que habitan en los dos edificios contiguos, separados por un verde jardín en el Parque Central. Pero nadie hace ni dice nada.
En el edificio que habito, al que he llamado con resignación “El criadero de caniches”, la calma no sólo se interrumpe por los ladridos del histérico perro del monoblock vecino. Los canes allí son los pobladores privilegiados. Si hasta hay dos que salen a pasear con su dueña pasadas las dos de la madrugada. Sus ladridos retumban en los pasillos del edificio. No importa que los vecinos duerman. Su dueña no se inmuta y hasta parece disfrutarlos, como si se tratara de una bien lograda sinfonía.
Los ruidos continuarán más tarde, cuando el reloj marque las 9. Esta vez será el vecino de arriba que siempre encuentra una excusa para correr muebles o anunciar con un sonoro portazo del placard que ha comenzado su día.
La calma volverá a interrumpirse con el paso de los minutos con algún que otro martillazo o taladro contra una pared vecina. Siempre en los edificios hay refacciones, mudanzas, arreglos. Y quienes los tienen a su cargo parecen hallar la manera de burlar los reglamentos internos que, se supone, rigen las conductas de los inquilinos para vivir en armonía. Aquí tampoco parece importar si el prójimo es perjudicado.
No hablo aquí de naturaleza, que se impone a como dé lugar –incluso a fuerza de ladridos-, ni de ocupaciones o de tareas cotidianas. No estoy en contra de convivir con mascotas que alegren nuestros días. Hablo de la falta de respeto creciente, de la desconsideración, de un individualismo exacerbado, a mi entender. De la invasión del espacio y hasta del oído ajeno. De burlar normas básicas de convivencia.
Quizás a este redactor le hayan caído años encima y esté más irritable, menos tolerante y más “justiciero”. Igual puedo escuchar a algún vecino entrado en años con un sórdido “Sshhhh” del otro lado de una puerta. Y sí, en ocasiones el del pedido abrupto de silencio soy yo.
Pero lo que en este edificio, que bien podría compararse con el de la célebre serie española “Aquí no hay quién viva” o con el que habite cualquier lector, ocurre, creo ver, es un reflejo de la sociedad. ¿Acaso muchos no pusieron el grito en el cielo cuando a la Ciudad de Mendoza se le ocurrió implementar el Código de Convivencia? Sin embargo, otros vieron con alivio que se instrumentaran sanciones para ordenar las actividades dentro la urbe.
Sea por edad, por personalidad (siempre se me ha señalado como un tanto obsesivo por el orden) o por la romántica visión de una convivencia en paz, noto que cada vez más se pierde el respeto hacia el otro. No importa si mi perro molesta al resto, si burlo el enorme letrero que en el hall de la torre reza “Prohibido alquilar con animales”, si sus heces se desperdigan por el cantero del boulevard de la calle Mitre, si lleno con mis corridas los pasillos, si mi música a alto volumen resuena en los pisos inferiores, o un improvisado asado en el piso del balcón cerrado de mi departamento (en “El criadero de caniches” ha pasado) llena de humo el del sujeto que vive justo arriba mío. Todo parece limitarse a la “libertad” individual.
Quizás esto sea una catarsis infundada con la imagen del abuelo Simpson gritándole a una nube. Quizás es un anhelo de que cada uno asuma un Código de Convivencia personal en el que se sienta libre pero sin condicionar ni molestar al prójimo. Digo, para intentar aquello de vivir en armonía en cada ambiente. O tal vez es que estoy un poco viejo y rezongón y… ¡A ver si hace callar a ese perro, señora!