"No sé si te he dicho que don Luis Dorrego y su familia son cismáticos perros [los rosistas llamaban cismáticos a la facción federal contraria], pero me ha oído este ingrato y si alguna vez recuerda mis expresiones estoy segura tendrá un mal rato; la viuda de don Manuel Dorrego también lo es, aunque en esta prostituida no es extraño". Así se refería Encarnación Ezcurra sobre Ángela Baudrix, en carta a su esposo Juan Manuel de Rosas, del 4 de diciembre de 1833.
A pesar de esto el Restaurador no tuvo escrúpulos para presentarse ante el pueblo de Buenos Aires como una especie de sucesor de aquél abnegado. Sarmiento lo intuye desde la distancia: "Dorrego estaba de más para todos: para los unitarios, que lo menospreciaban; para los caudillos, a quienes era indiferente; para Rosas, en fin, que ya estaba cansado de aguardar".
Dorrego había sido ejecutado por órdenes de Lavalle, tras sucumbir a una conjura unitaria y fue sepultado en Navarro, pueblo dónde se desarrollaron los hechos. Permaneció allí un año hasta que Rosas envió al Dr. Cosme Argerich para exhumarlo. El cuerpo estaba tan bien conservado, a un año de su muerte, que se habló del milagro. La autopsia es bastante detallada y se conserva entre los documentos de la época.
Pocos días después los porteños recibieron el cadáver. Aunque Lavalle había sido apoyado en gran medida por el pueblo para destituir al gobernador, la muerte borró cualquier atisbo impopular y todos lo recibieron con homenajes.
Entre una multitud luctuosa marcharon su esposa y sus dos hijas hacia la Recoleta. Durante el entierro Rosas pronunció palabras convenientemente sentidas, concluyendo que "la mancha más negra de la historia de los argentinos ha sido ya lavada con las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible".
Algo similar hizo con ciertos hombres de Mayo, por lo que podríamos decir que don Juan Manuel fue pionero en el uso político de los difuntos, inaugurando una tradición bastante vigente. Así, muchos políticos actuales se escudan en el carisma de grandes líderes desaparecidos, como Perón o Yrigoyen.
A pesar de haber alcanzado una fortuna considerable, Dorrego dejó a su familia en la miseria y llenas de deudas. Mientras Rosas se mostraba afligido por el militar muerto, perjudicaba a su viuda negándole la pensión que le correspondía. Las tres mujeres sobrevivieron como costureras para el Ejército.
En 1845 el Restaurador se acercó a Ángela Baudrix para pedirle la banda de gobernador de su esposo, pues deseaba utilizarla en cierta ceremonia. Hábilmente esta reclamó su pensión y volvió a percibirla, otorgándosele además lo adeudado durante años.
Con el fin del rosismo, Dorrego dejó de ser venerado y perdió relevancia, aunque la recuperó en los últimos años. Pero para su hija mayor, Isabel, siempre estuvo presente. La mujer nunca formó familia y sobrevivió tanto a su madre como a su hermana Angelita. Tenía solo doce años cuando murió su padre y afectadísima nunca abandonó el luto.
Cada 13 de diciembre se cumplía un nuevo aniversario de aquél fusilamiento, entonces Isabel protagonizaba un macabro ritual ante los presentes. Ubicada en el asiento principal, con todos a su alrededor, le acercaban la cabeza de un gallo en bandeja de plata. Observando fijamente la extremidad plumífera Isabel exclamaba: "¡Es la cabeza de Lavalle!". Entonces, todos callaban.