Por Julio Bárbaro - Periodista. Ensayista. Ex diputado nacional. Especial para Los Andes
Somos una sociedad en la que nadie discute su decadencia, está a la vista. Nos queda debatir el momento de su origen; al fijarlo, definimos nuestra pertenencia ideológica. Para los antiperonistas, la caída se inicia en esa década, como si en la anterior, la tan mentada “década infame”, además de no existir la democracia se transitara la bonanza.
Lo cierto es que el peronismo dejó un país integrado que no alteró demasiado el golpe del cincuenta y cinco, ese que vino a instalar la democracia y luego derrocará tanto a Arturo Frondizi como a Arturo Illia. Así llegamos al sesenta y seis, cuando los militares decidieron que la democracia les molestaba.
Fue la noche de “los bastones largos”, cuando terminaron con la autonomía universitaria y los científicos que garantizaban un proyecto de sociedad industrial fueron expulsados. Once años después de derrocar a Perón por supuesta actitud poco democrática, los mismos dan un golpe soñando con quedarse para siempre.
Esto nos lleva al retorno de Perón y a una opción democrática que va a ser destruida por los violentos de entonces: los genocidas de la dictadura y los revolucionarios de la guerrilla. En rigor, ambos se sentían iluminados y capacitados para conducir al resto sin necesidad de consultarlos.
No habría dos demonios pero tampoco existía entre ambos algún respeto por la democracia y el pluralismo; es importante recordarlo en modo de asumir que los derechos humanos no son propiedad de ningún sector que haya reivindicado la violencia en democracia. Y que ser democrático y reformista es y fue siempre, y sin duda alguna, un nivel de conciencia superior al de los supuestos revolucionarios.
Así las cosas, estamos saliendo del kirchnerismo, un intento de autoritarismo que nos llevaba de manera inexorable hacia una confrontación entre hermanos. Que hoy mismo la figura de Daniel Scioli se reencuentre con Cristina Kirchner marca una dependencia intelectual y política cuyo rumbo hubiera sido el peor de los soñados. Importa, y mucho, recordar estos hechos para reivindicar la coyuntura en la que cabalgamos. Tengo muchas, demasiadas diferencias con el Presidente actual, pero me reservo mis críticas frente al temor de que se interpreten como una reivindicación del pasado que todavía me asusta recordar.
Insisto con los errores conceptuales en las fuerzas que pugnaron en la última elección: los cristinistas imaginando a Macri fracasando para asegurarse el retorno, y a los de Macri convencidos de con su sola presencia las cosas iban a mejorar. Ni los de Cristina tienen posibilidad alguna de retornar al poder ni los del Pro se pueden sentir orgullosos por el éxito de sus políticas.
La crisis de dirigentes de nuestra sociedad es profunda y no permite que ningún grupo ni sector imagine encontrar una salida a partir de su propia y limitada fuerza y experiencia.
El tema de las tarifas de los servicios es tan grave como antiguo. Cuando se privatizaron los servicios que daban pérdida y no permitían competencia se estaba cuestionando simultáneamente el lugar del Estado y el rol de lo privado. El capitalismo es el triunfador indiscutible, la iniciativa privada es un imprescindible motor del desarrollo, claro que privatizar los ferrocarriles o la luz o el gas era una decisión absurda basada en negar el lugar del Estado. Mucho peor era concentrar los subsidios para poder convertirlos en una caja de corrupción que permitiera dividir ganancias entre los privados y el Estado. No creo que exista otro país en el mundo que haya destruido sus ferrocarriles.
Fabricábamos aviones, construíamos nuestros propios vagones; los revolucionarios compraron en el extranjero hasta los mismos durmientes. Fabricar da trabajo, comprar afuera genera coima... y atraso, el peor de los atrasos, aquel en que el comercio, el intermediario, derrota al productor y degrada al consumidor. Siempre que el comercio del puerto derrotó a la producción del interior el empobrecimiento colectivo fue el seguro resultado.
El capitalismo tiene dos enemigos, la burocracia del Estado y la concentración de lo privado. El riesgo es que habiendo derrotado al primero quedemos en manos del segundo. Cada supermercado destruye decenas de almacenes, y convierte al productor en su prisionero y al consumidor en su esclavo. Las cadenas avanzan en todos los rubros, los bares, las farmacias, hasta los quioscos caen en manos del grande que devora al chico.
En donde el Estado existe el capitalismo encuentra una limitación a la voracidad de los grandes capitales, que se asienta en una concepción y defensa de la sociedad. En nuestro caso, pasamos de un gobierno autoritario a un gobierno que parece convencido de que los inversores van a forjar un nuevo proyecto político. Uno no sabe si la teoría del derrame es más o menos absurda que el cuento de la revolución, pero tiende a imaginar que ambas transitan por carriles distantes de la misma cordura.
La gran pregunta es por qué pueden seguir privatizadas empresas que son monopólicas y dan pérdida a partir que el nivel económico de la sociedad impide cubrir sus costos. Pareciera que los que se fueron dejaron libre el teléfono y el cable, los bancos y los medicamentos, sin dejar en claro que el bolsillo de los habitantes no daba para más. Y ahora les pedimos el milagro de cubrir todos los costos, eso sí, sin que a nadie se le ocurra investigar el margen de ganancia de ningún empresario.
No soy socialista, creo en el capitalismo, pero asumiendo que el lugar del Gobierno, del Estado es impedir la concentración. Cuando el Estado es enorme y los privados son pocos, los ciudadanos pierden derechos y la democracia se degrada. Mientras la intermediación sea más fuerte que el productor y el consumidor, la decadencia será el rumbo del futuro.
El kirchnerismo agoniza, el gobierno no acierta demasiado, solo entre todos podemos encontrar un nuevo rumbo colectivo. El desafío sigue siendo la unidad nacional.