Algunas cosas que vienen sucediendo en el mundo ponen nuevamente sobre la mesa de debate la cuestión del cambio climático. Los eventos de lluvias e inundaciones que afectaron a estas pampas, ahora con epicentro en el norte de Santa Fe y sudeste de Santiago del Estero, confirman que la Región Pampeana es uno de los lugares del planeta donde se expresa con mayor virulencia.
Con pocas semanas de lapso, vimos pasar las ominosas imágenes de rodeos vacunos nadando en la correntada, a decenas de novillos muertos por la ola de calor en el mercado de Liniers y en varios feedlots. Ahora las noticias llegan de Australia: en Queensland, una de las principales áreas de concentración ganadera, llovieron mil milímetros en una semana y se perdieron más de 500 mil vacunos, arruinando a centenares de criadores.
Hace menos de un mes, se inundaron los desiertos de Arabia Saudita. Sin hablar de la desaparición de pueblos enteros en California arrasados por el fuego, producto de la extrema sequía. Hasta Donald Trump, negacionista serial del cambio climático, está atenuando su mensaje primigenio. La realidad está imponiendo su impronta.
La abrumadora mayoría de los científicos sostiene que el cambio climático es consecuencia de la acción humana. A esta altura, ya no tiene sentido debatir en torno al origen antropogénico del aumento del tenor de CO2 de la atmósfera. Lo concreto es que hay una relación unívoca entre contenido de anhídrido carbónico y calentamiento global. Esto nadie lo discute.
La cuestión, entonces, es ver qué se puede hacer para afrontar el tema. Supongamos que no fue el hombre quien agregó más CO2 al aire. Ahora, ¿no podrá el hombre mitigar el fenómeno? ¿Vale la pena o no reducir las emisiones? ¿Puede secuestrarse carbono?
La agricultura tiene respuestas muy concretas. Y vienen de por aquí. La Argentina ha desarrollado un sistema de producción muy eficiente en términos de emisiones. Gracias a la siembra directa, facilitada por la biotecnología, hemos reducido el consumo de combustible mientras aumentábamos los rendimientos. La eficiencia es la primera contribución ambiental: menos recursos por unidad de producto obtenido. En el caso específico del carbono, la huella verde (footprint) de la producción pampeana tiene un sello distintivo aunque no suficientemente reivindicado. Desde la implementación masiva de la siembra directa, los suelos han incrementado su tenor de materia orgánica, lo que significa secuestro masivo de carbono.
Pero además nos hemos convertido en un eficiente productor de biocombustibles. El biodiesel argentino es imbatible a nivel mundial, porque proviene de la soja en siembra directa, que se autofertiliza con nitrógeno provisto por la simbiosis con el Rhizobium, con altos rindes. Y plantas industriales de extraordinaria productividad. Una hectárea de soja permite sembrar otras diez sin combustible fósil. Y deja un surplus de 3.000 kg de proteína de alta calidad por hectárea.
Una hectárea de maíz convertida en etanol produce 3.500 litros de sustituto de nafta. Y deja 3.300 kilos de co-producto (burlanda) para destinarse a la producción ganadera, mientras el CO2 generado durante la transformación se envasa y sustituye al gas de las bebidas carbonatadas, que hasta hoy venían de la quema de gas.
Hay más cosas que estamos haciendo por aquí. La generación eléctrica a partir de efluentes de la ganadería, como los biodigestores de los tambos de Adecoagro o el criadero de cerdos de Yanquetruz, entre otros. O los biodigestores basados en silo de maíz de Bioeléctrica, más las generadoras de biomasa forestal de Misiones y Formosa.
Contamos con la extraordinaria promesa del shale gas, que por supuesto hay que explotar. Pero también contamos con la agricultura más eficiente del planeta. Una cosa no quita a la otra. Más bien, la agricultura es un complemento indispensable. El mundo nos está mirando.
Por Héctor Huergo