Bajas la loma, haces una curva, sigues ochocientos metros. Encuentras un portón con volutas de hierro forjado. Lo abres con precaución mientras los perros-vigía ladran en compases alternos. Bordeas las viejas caballerizas donde hoy se guardan coches y tractores. Llegas hasta un eucaliptus inmenso que marca el final del gran patio.
Allí comienzo yo.
Soy importante. No por mi anchura, que apenas permite pasar a los camiones que acarrean las uvas en tiempos de vendimia. No por el placer de transitarme, ya que baches y polvaredas fastidian a choferes y caminantes. Dos virtudes me destacan sobre los callejones cercanos: atravieso la finca desde la entrada hasta el río, y crecen a mi vera los ciruelos más hermosos de la zona.
El kilómetro largo de mi trazo guarda historias de todos los reinos: vidas y muertes de humanos y animales, ciclos recurrentes de uvas y aceitunas, solidez mineral para construir casas o sofrenar al río. Y, quién sabe, tal vez fantasmas.
Es primavera. Mis ciruelos están en flor. Me habitan mil recuerdos.
Soy feliz.
* * * * *
La casa silenciosa se adormila entre penumbras. Pablo se aburre. No le permiten ir a nadar hasta que el padre despierte y lo acompañe. Qué fastidio. Lo limitan como si fuera un niño. Un día de estos se baja los calzones y le muestra a la madre los pelos, así la convence de que ya no es una criatura. Lo encierran en el cuarto sin distracción alguna. Para que descanse, dicen. ¡Si los cansados son ellos!
Huye por el ventanuco de la cocina. Nadie lo advierte. Atraviesa el jardín acicalado con las flores prolijas de otras tierras. Un cerco de árboles añosos derrama en los canteros el amparo de su alcurnia. Llega desde el zanjón un rumor de aguas profundas. El joven resiste el impulso de hundir en tal frescor sus pies caldeados. Otros ardores lo arrastran hacia la casa del fondo, junto al río.
Un candado cierra la tranquera. Pablo trepa por los barrotes con la agilidad de un gato joven. La tía soplona no lo ha visto: no dará la voz de alarma. Él disfruta la libertad. Entra al callejón que reverbera bajo el sol de la siesta, apenas mitigado por la sombra de los ciruelos. Lamenta haber olvidado el sombrero. Los pies se le hunden en la tierra floja y levantan volcanes diminutos. Camina a buen paso. No mira hacia atrás.
Al acercarse al río los frutales ralean. Emergen unos sauces inmensos que simulan glorietas sobre las piedras. Junto a la acequia, la hierba aplastada ofrece comodidades transitorias. Él se arroja allí de espaldas. Y espera.
* * * * *
A nadie le importa lo que ella hace en sus escasos momentos libres. Cinco hermanos menores son tarea suficiente para que siempre esté cansada. Sobre todo por el Lisandro, que la hostiga con la persistencia de sus doce años de pura maldad.
La niña se desliza sin ruido hacia el galpón, como si fuera a buscar una herramienta. Sigue hasta el cauce. Camina en dirección a los ciruelos del callejón de entrada. Escudriña la senda polvorienta. La ve desierta. Sonríe y se apresura hacia el refugio escondido detrás de los sauces.
Él parece dormido. Ella se sienta a su lado. Con la vista toca el mechón oscuro sobre la frente, la curva aguileña de la nariz, los labios entreabiertos que el vello suave apenas sombrea. Contempla el cuerpo todavía lampiño. Las manos traviesas acompañan la mirada.
Se detienen en los botones rugosos del pecho. Juguetean. Un alboroto yergue en respuesta el borde del pantalón. El joven abre los ojos. No hay palabras. Ruedan sobre los yuyos. Ella mira a través de las hojas del sauce con ojos desenfocados. Los cierra y se abandona al vaivén, vaivén, vaivén de las delicias.
Escondido entre las ramas, el pequeño espía no alcanza a comprender. Criado entre animales, los ha visto aparearse y parir incontables veces.
También sabe lo que hacen padre y madre. Pero esto es diferente. Ella es su hermana, a quien adora más que a nadie. No hay travesura que no invente para llamarle la atención y lograr que lo toque, aunque sea en un golpe. Que llegue hasta él esa mano que ahora se divierte con otro.
Lisandro ahoga un sollozo. Baja en silencio del árbol. Va hacia el corral. Sin pensarlo aferra a una cabra, que lo acepta con un balido tierno.
* * * * *
Las alegrías del pobre duran poco y cuestan mucho, decía esa abuela que hace años dejó de transitar por mí. Si lo decía por los ciruelos, tenía razón: poco les duran las flores, y luego deben fabricar esos frutos que la gente de las casas arranca sin esperar que maduren. Si lo decía por mí, se equivocaba: mientras más me pisan más me afianzo y soy feliz con sol o con lluvia. Atesoro historias dichosas o trágicas y me entretengo al recordarlas.
Como ésa que sucedió al comienzo de la primavera y que me cuesta comprender. Hubo un niño, una muchacha, un joven. Hubo amor y crimen. Hubo llantos y venganzas. Hubo envidias y complicidades. Les cuento los hechos tal como los vi:
El niño volvió con paso sigiloso a la casa pobre. Escondía un cuchillo ensangrentado. Fue hasta el pozo y lo lavó. Nadie se dio cuenta. La muchacha regresó apresurada a sus obligaciones. La madre la miró con una dulzura especial, sin atreverse a hablar. El padre la agarró de las mechas y le partió la cara a bofetones.
El joven volvió a su mansión al atardecer. La tía soplona lo regañó con acritud. A espaldas de ella, el padre encubridor le hizo a su hijo un guiño.
El crimen no tuvo castigo alguno. La cabra violada y degollada fue simplemente el plato fuerte del almuerzo del domingo.