El café de Miguelito

Una barra de culto despliega su folclore peculiar, que se mantiene intacto desde los años '70. La borra del café allí funciona al revés: no adivina el futuro; ahí se leen todas las historias de la ciudad donde crecí.

El café de Miguelito
El café de Miguelito

Son las cinco de una tarde de verano y trámites en General Alvear y mi papá propone una escala en el mismo café al paso adonde nos lleva desde que me acuerdo. El olor no cambió: granos recién molidos y facturas fresquitas.

Nosotros tres -el grupo incluye a mi hermana- ocupamos las últimas banquetas de la barra en U de fórmica blanca, desde donde se ve la bacha, la máquina de espresso y la vitrina de las medialunas más ricas del pueblo. Justo enfrente, dos señores que revuelven la espuma de sus cortados nos dicen que estamos grandes y que hacía tiempo que no nos veían por ahí. Del otro lado, Miguelito saluda sonriente, elegimos la merienda y comienza a exprimir a mano las naranjas que sacó de la heladera para mi jugo. Pienso que este lugar nunca me defrauda.

Antes de las once de la mañana de algún otro día de ese mes, me siento en la barra a hacer tiempo bajo el aire acondicionado. Hay señores de caras familiares que leen distintas partes del diario. Uno estaba la vez anterior y me saluda "Volvió la Cónsoli chica". Me pregunto si me estará diciendo "chica" como sinónimo de "hija" o si es otro de los tantos que piensan que soy la menor por mi estatura.

La voz de Miguelito interrumpe mis pensamientos, cuando le consulta si quiere lo de siempre mientras llena vasos de vidrio con soda de sifón y le acerca una de las azucareras de vidrio transparente con tapa plateada que están distribuidas por la barra.

"¿No quedaron chatitas?" (los de Alvear les decimos raspaditas a todas las tortitas, pero las diferenciamos entre gordas y chatas). Afuera hay mesas armadas, a la sombra de los carolinos de la Diagonal. Miguelito sale con una bandeja cargada de jarros de café y bay biscuits apilados como un jenga. Una nena de pocos años, para quien sus papás pidieron un café con leche grande y bien liviano, sumerge la medialuna en el tazón. Acá todos hacemos lo mismo.

El que no sabemos si sabe quién soy o si cree que soy mi hermana, se toma un café "tres cuartos, bien cargado" en dos sorbos, parado y se despide: "Nos vemos más tarde". Acá todos volvemos, siempre.

Los galanes del Sur

Probablemente los ecos de la historia de Alvear estén guardados entre esas paredes. Las novedades, los casamientos, las necrológicas y otros análisis fundamentales de la vida en el interior se cocinan y devanan en una mesa de café. La cultura del pueblo nos agrupa siempre en el mismo lugar, adonde volvemos y donde saben que nos encuentran. Los del interior vivimos despacio y con pausas, y nos permitimos ese lujo de elegir un bar donde apoltronarnos a filosofar sobre la vida misma. No es raro que al salir del pueblo, busquemos aquerenciarnos con un cafecito para ir todos los días, sin importar cuántos sean los que estemos ahí.

Pienso un poco en la mesa de los galanes de Rosario que describía Fontanarrosa, cuando Miguel habla de los personajes que fueron fieles al café mientras vivieron: "Hubo clientes de toda la vida que ya no están, como Pocholo Parola y el escribano Alonso". El día que subí una foto a Instagram, apareció un comentario de Natalia Alonso, una compañera de la escuela, que cuenta que ella también iba ahí con su abuelo, el escribano que recuerda Miguelito.

"De esa época todavía viene Narciso Pompa y el Doctor Nieto, con cuatro o cinco generaciones de hijos y nietos que paran acá. Como ustedes, que venían con Don Antonio. Después tu papá las traía de chicas y siguen viniendo. Y los bancarios, la gente de las tiendas. Viajantes que no vi más pero mandaron a sus remplazantes; visitadores médicos que nos recomiendan. Turistas que pasan todos los años".

A partir de las 6.15 ya hay gente. Los madrugadores llegan siempre a la misma hora. "Si tengo mucho trabajo voy preparando lo que se que van a tomar para que no tengan que esperar y ya encuentren el desayuno preparado". Más tarde, la barra se convierte en una mesa única donde el diario se comparte, circulan las cargadas por asuntos deportivos y se escuchan sobrenombres.

Sin embargo, no es un bar de hombres: "Los chicos y chicas jóvenes vienen a tomarse un submarino los sábados y domingos a la mañana cuando salen de bailar y después se van a dormir. También vienen los catering que terminan de trabajar o los DJ's". Y agrega: "El 24, el 31 de diciembre y el sábado antes de las Pascuas, a las 10 de la mañana se vienen todos los de siempre para saludarse; las mesas son largas, los clientes más grandes traen a todos los nietos y se desean felicidades".

La barra de todos sus años

Se llama, en realidad, Eloí Café, y queda a pocos pasos de la rotonda del monumento a San Martín, en General Alvear. Fue el primer café al paso de la ciudad, y uno de los tres café-barra que aún sobreviven en la provincia, junto a su vecino de enfrente y otro de la ciudad de Mendoza. O ése es el dato que distribuye uno de los proveedores de Cumbal cada vez que viene.

Miguelito es Miguel Ángel Domínguez, su dueño desde 2003, pero quien ha estado detrás de esa barra desde siempre: "Entré a trabajar a los 8 años, en 1971. Yo me crié en la calle, le traía el diario a don Delio y él me dio trabajo como lavacopas. Después, como a los dos años, me dejó servir café y después me enseñó a hacerlo. Tuve otros trabajos en paralelo, pero nunca más me fui de acá. Ya tengo 52 años y sigo en el mismo lugar".

El menú se limita exclusivamente a cafetería pura y de todos los tamaños; submarinos, jugos naturales, aguas, gaseosas y té. Para comer hay facturas, que comprenden raspaditas, palmeritas, torta de manzana y scons, de los mismos proveedores de toda la vida. Son dos, porque uno tiene los pedidos listos para las seis de la mañana, cuando abre el boliche. Bebidas alcohólicas, ninguna. Las botellas de vino que se ven son un muestrario de las bodegas locales, pero no se venden "ni siquiera a los que me las piden por las etiquetas viejas". En lo de Miguelito se paga en efectivo pero, si no tenés, pagás otro día.

La historia en la voz de Miguel

Don Delio Chena fue el dueño y creador de esta barra, el café más viejo que se mantuvo bajo el mismo propietario desde 1958. Tenía, además, la recordada confitería La Delicia. Cuando sumó a su negocio el servicio de café, el público excedió el proyecto y los separó en locales diferentes.

En 1970 inauguró Delio Café en un nuevo espacio, justo enfrente del actual, cruzando la Diagonal Carlos Pellegrini. "Siempre se sirvió lo mismo y hasta hoy tratamos de conservar la misma calidad de café". En 2003, don Delio ya estaba grande y fue la primera vez que este lugar cambió de dueño: "Mi patrón, con más de 90, no quería seguir detrás de la barra, entonces hicimos el arreglo y me quedé yo". Delio Chena falleció en 2014, a los 98 años.

La figura de Miguel durante tantos años permitió que la eficacia, la calidez y el sabor del café se mantuvieran intactos. Ni siquiera quiso desdibujar mucho la marca. Mirando rápido, hasta el cartel se ve igual. Además, nadie llama a este lugar por su nombre. "Buscamos en la Biblia un nombre que fuera parecido, y encontramos Eloí, que en hebrero quiere decir Dios mío".

Dónde

Eloí queda en Diagonal Carlos Pellegrini 49 (5620). General Alvear, Mendoza. 
Horarios: Lunes a viernes de 6 a 13 y 16 a 21. Sábados y domingos hasta el mediodía. 
Cierra solamente los días 1 de enero, 1 de mayo, Viernes Santo y 25 de diciembre.

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