“Nosotros le comprábamos mucho a Gandía. Tenía cosas que eran difíciles de conseguir en aquella época; el whisky importado, por ejemplo”. Mientras mi mamá habla, saltan los recuerdos: esos flashes de imágenes que el tiempo ablanda.
Gandía tenía su puesto en el ala sur del Mercado Barraquero, repleto de mercaderías que no alimentan, pero los chicos siempre quieren probar. Si uno entraba por Hipólito Yrigoyen, frente al pasillo que conectaba todos los puestos, veía el almacén: las patas de jamón colgando, recién bajadas de algún barco español; los salamines caseros, única referencia conocida de Tandil por los chicos de esas cuadras; las botellas de licores iridiscentes; las cajitas doradas de bombones, a los costados del mostrador de madera, en el que siempre estaba Don Gandía armando sus paquetes.
Pero en el Mercado Barraquero había más. Era un mundo repleto de aromas a frutas, carnes y embutidos, pan recién horneado, betún de zapatos “del Manuel” -el lustrador que se apostaba en la puerta- y mariscos. Se podía entrar por San Martín o por Hipólito Yrigoyen. Siempre abierto, excepto los domingos; siempre oscuro, húmedo e inmenso ante mis ojos de niña.
Estaba en el “límite entre Capital y Godoy Cruz”, una referencia geográfica que durante la infancia prometía la aventura del cruce de fronteras. El edificio -el galpón hacía esquina y comprendía en su extensión incluso a la parada de taxis de Yrigoyen, la farmacia Chester, la panadería que estaba al lado -por San Martín- y hasta a la Escuela Mitre: así era el circuito.
El mercado era un microuniverso. En él se cruzaban las señoras del barrio con los repartidores; los puesteros en charla con los taxistas; “el Manuel”, que sacaba brillo a los zapatos de los que entraban o salían; las “chicas de los mandados”, que llegaban con sus bolsas de anillos de plástico para llenarlas según la listita traída de la casa.
Al Mercado Barraquero corríamos, mi hermano y yo, para gastar los 5 pesos ley que nos daba mi papá, antes de dormir la siesta. Íbamos camino a los ‘70 y el barrio Bombal ya tenía historia antigua entre sus calles y veredas.
La primera casa en la que viví estaba en la esquina de República del Líbano y Serú, a una cuadra de la plaza Belgrano; que los propios vecinos forestaron en la década del ‘50 y convirtieron en un parque de pinos y otros árboles fragantes.
Muchos años después, a principios de los ‘70, mi territorio privado se trasladó a Serú y 9 de Julio. Por la puerta de mi casa pasaba el 1 y el 4 (en los ‘80 cambiaron a 10 y 40). Estas líneas de colectivos convertían a mi calle -la 9 de Julio- en la más transitada del barrio. Lo conectaban con Godoy Cruz, Luján y otros mundos tan lejanos que no se podía viajar sola: todo era grande, alto, lejos y a la vez conocido y confiable en aquel Bombal de la infancia.
Las primaveras y veranos eran las estaciones favoritas. Es que los chicos de la cuadra podíamos correr a nuestras anchas por las veredas y las calles: sacar los patines, las bicis; armar las casitas de muñecas en los descansos de las casas; construir circuitos extremos para los autitos de colección en los cordones de las acequias, o montar el Scalextric en las baldosas; jugar al elástico; sentarnos a cuchichear en los escalones, sonrojadas, porque esa semana habíamos decidido que el chico que nos gustaba fuera el de la calle Río Negro, el más grande de todos: Carli.
En el invierno, en cambio, la diversión después de la escuela y las tareas se trasladaba a las casas cuando afuera llovía, nevaba o hacía mucho frío.
Saludábamos a la noche sentadas en el escalón del porche de mi casa, donde solíamos instalar un puestito improvisado de pulseras, anillos y llaveros hechos con macramé: nuestra artesanía ‘del momento’.
La mayor diversión de las amigas, de la cuadra que abarcaba el perímetro de 9 de Julio entre Serú y Junín, eran los musicales. Entre todas armábamos una historia que mezclaba escenas de “La novicia rebelde”, “Mujercitas”, algo de “El zorro” (porque había que incluir a los chicos también, pero poco) y montábamos la obra.
Durante un tiempo nuestras charlas se mezclaban con la búsqueda de saltos de cama, chales, vestidos largos, cosas de la cocina que íbamos acopiando a escondidas en las casas de cada una -las siestas eran los momentos propicios-. Ensayábamos las canciones, las situaciones de la acción y armábamos el espacio para el teatro. El objetivo era actuar y cantar, pero también juntar billetes y monedas para gastar en el quiosco de la esquina de Barraquero. Por eso, nuestro público eran los padres y vecinos: colgábamos una frazada o acolchado como telón y, con unas tarjetitas que inventábamos a modo de invitación, íbamos recaudando el dinero de la taquilla. La ‘sala’ siempre estaba llena, nuestras obras eran un ‘éxito’. ¿Quién dijo que el público mendocino es difícil? Nosotros no conocíamos ese concepto.
Pero el lugar de juegos favorito era la placita España, que hacía esquina con Serú. Es que allí estaba todo ya armado: los columpios, los sube y baja, la calesita para marearnos de a seis, los bancos para charlar después de las corridas en patines, los árboles de mora a los que sacarles los frutos, y el punto de encuentro con los amigos que vivían más lejos: los que venían de más allá de Yrigoyen, de La Pampa, de Comandante Fossa o de los alrededores de la placita Francia -en la calle Junín-.
Cuando estábamos en plan de misterio la excursión se trasladaba a la Comisaría 2°, que daba a un pasajito que desembocaba en Junín: jamás la visitábamos por el frente, en San Martín; es que no tenía la misma gracia que agazaparnos por los fondos, sigilosos y asustados a la vez. Nos gustaba pispear por ese costado del edificio, viejísimo y de adobe. Nos quedábamos ratos largos colgados de las rejas de las ventanas, mirando hacia adentro, esperando ver a los detenidos. Jamás pasó ninguno, claro. Pero urdíamos historias que los tenían como protagonistas: peleas a lo “Combate”; fugas por túneles que podían suceder en ese mismo instante, bajo nuestros pies; tesoros que los reclusos escondían y develaban entre ellos a espaldas de los policías, con un mapa improvisado de por medio.
Los cambios sociales y políticos del país se sentían en el Bombal, a pesar de ser un barrio de ‘pudientes’, de maneras particulares. Es que, hasta los ‘90, fue territorio de casas. Su población era gente típicamente provinciana, descendientes de inmigrantes que, sostenidos por el concepto del ‘esfuerzo en el trabajo’, habían logrado una posición acomodada: profesionales exitosos, bodegueros o terratenientes y empresarios.
El paisaje mañanero era el de las empleadas domésticas ajetreadas en las veredas. Por las tardes había poco tránsito, chicos en las calles, algún que otro colectivo que atravesaba su geografía por 9 de Julio y, hacia el límite con Belgrano, por La Pampa.
El 4 de abril de 1972, cuando estalló el Mendozazo, una amenaza de bomba en mi escuela y el descontrol de la protesta social que dejó incendios, muertos y heridos, me trajeron más temprano a la casa. Aunque en el Bombal los lampazos intentaban seguir con su lustre como si nada, la cosa era imposible. Mis hermanos y yo corríamos asustados por los gritos y estallidos que se sentían a lo lejos.
La rutina de uno que otro motor, el canto de los pájaros, la charla de las vecinas que pasaban juntas por la puerta para ir a su compra en el Barraquero no era la banda sonora de ese día. En su lugar, podíamos casi oír la respiración entrecortada de los que corrían, el pulso sordo del tumulto enardecido, los frenazos y las bocinas que pasaban por San Martín y Serú, los autos que tomaban nuestras calles como rutas alternativas para huir del peligro.
En un momento de ese día, en que todos nos quedamos encerrados para guarecernos del mundo, la guerra no era un episodio de “Combate” mientras tomábamos el café con pan y manteca; ese día era el jadeo de los que corrían desesperados por la puerta de mi casa; el corazón latiéndome fuerte; los ojos intentando ver, por las persianas de la cocina, si estaba allí la sangre que decían que corría; la mano de mi papá empujándome hacia el piso para que la pared fuera mi escudo; el llanto de mi mamá que nos llamaba a cada rato y así constatar que estábamos allí, encerrados con ella, protegidos de la furia y de esos ruidos como petardos que, ahí me enteré: eran balas.
-¡A estos hay que reventarlos a todos! Lo escuché clarito (y así lo recuerdo), porque entró la voz por la ventana cerrada, mezclada con palabras de otros: “por acá”, “doblá” “metele”. Estaba justo mirando pasar a un grupo de gente que trotaba desaforada por la puerta de mi casa: iban por 9 de Julio hacia Yrigoyen. El grito lo pegó un hombre. Lo tiró como un desgarro, como una exhalación de dolor. Apenas se oyó esa frase mi mamá empezó a llorar, un llanto que no era de tristeza sino de pavor. Me lo pegó a mí, que la agarré de la pierna como uno se agarra al árbol mientras el terremoto sacude.
Desde el Mendozazo ya poco más tuvo carácter de suceso social entre las calles del Bombal: ni siquiera la dictadura con sus tanques y fusiles se hizo notar demasiado. Sí hubo silencio de tensión cuando se escuchaban en las noticias, y en el cielo, los aviones militares en vuelo camino a Malvinas; sí alborozo y banderas flameando entre las ventanillas de los autos que pasaban a bocinazos en el ‘83. Pero todo asunto de masas parecía adoptar en aquel territorio ecos lejanos: a pesar de que estaba tan cerca del kilómetro 0 de la Capital, donde “todo se expresa”, el letargo de la siesta mendocina y el ritmo calmo de la provincia eran el clima dominante.
Sin embargo, hay gestos de época que arrasan con las pequeñas identidades de los pueblos, de las ciudades y de los lugares que eligen sus habitantes para refugiarse del mundo. Por eso es que al Bombal también llegó la fiebre posmoderna, el delirio del shopping y sus ansias de plantar ‘no lugares’ en geografías personales y privadas.
Algunas casas fueron tomando otra fisonomía: la de la boutique de alta costura. Poco a poco las calles Serú, 9 de Julio e Yrigoyen fueron cediendo a los impulsos de las vidrieras de diseño y los cortes de coiffeur: mi propia casa dejó de ser nuestra para convertirse en una donde los maniquíes ofrecían el sueño del cuerpo eterno.
Como muchos otros vecinos, nos fuimos del barrio. No fue por despecho ni desamor hacia aquellas baldosas familiares: fue tan sólo el devenir de las tragedias y las alegrías íntimas y cotidianas; la vida en tránsito que marca destinos, muertes y nacimientos; los cambios de tiempo; las ciudades que se mueven.
Ya no sé qué fue de aquel barrio Bombal de la infancia. Es que, aunque hoy lo transito de paso hacia otras estaciones personales. Ya no vivo el palpitar de los veranos soleados, ni los susurros apretados al calor en el invierno. El Mercado Barraquero, abierto todavía, no emana el aroma de los jamones españoles de Gandía, ni de los pescados recién traídos de la costa: es como un fantasma, como un testigo callado que ha decidido guardar sus historias entre las sombras de los puestos deshabitados.
El barrio Bombal ahora es otro barrio. Ni mejor, ni peor, sólo extraño y desconocido pero que guarda mil historias entre sus árboles. Hay olores, imágenes y sonidos que permanecen allí, dispuestos a renacer como esas reliquias que nunca mueren.