El mítico salón está apenas iluminado. Al frente, una tarima. Una cortina de terciopelo rojo punzó de fondo, y sentado, afinando el instrumento musical, Alberto, el bandoneonista. Allí trabajó siempre, allí almacenó historias, allí sigue recibiendo el elogio de quienes gustan de su espectáculo. “Cómo se pianta la vida, cómo rezongan los años, estoy cansado, pero me debo a ellos”. “Lástima bandoneón, mi corazón, tu ronca maldición maleva, tu lágrima de ron me lleva hasta el hondo bajo fondo donde el barro se subleva”. Y así se expresa, así vuelca su interior, función tras función.
Lo conocí de purrete, bonachón, estudioso. Se enamoró de la piba más linda, con un amor de jóvenes, ése que se vive en el momento, que no mide consecuencias. Los padres de la joven se la llevaron lejos, querían otra cosa para la nena. Trató de ubicarla pero fue inútil. “Ya sé no me digás, tenés razón, la vida es una herida absurda y es todo tan fugaz, que es una curda nada más, mi confesión”.
La presencia de una mujer en el salón bar lo inquieta. Siente que lo penetra con la mirada. Es el segundo sábado que ocupa la misma mesa, muy cerca del escenario. ¿La ha visto alguna vez? Y surgen estos acordes y una voz ronca y triste “... perfume de naranjo en flor, promesas vanas de un amor que se escaparon en el viento; después, qué importa del después, toda mi vida es el ayer que me detiene en el pasado, eterna y vieja juventud, que me ha dejado acobardado, como un pájaro sin luz”.
Tomo un café y pienso qué haré mañana. Tal vez, aprovechando el buen tiempo salga a pasear por los parques de Palermo y busque comer un asado de tira con ensalada. La semana próxima debo viajar a Carmen de Areco. Me esperan la vieja querida con las empanadas que sólo ella sabe hacer, y un puñado de amigos y unos mates y también algunas cervezas. Me felicito de seguir conservando ese apego a mi terruño y a todo lo que él encierra.
Alberto vuelve al escenario. Aplausos. Su mirada dubitativa y el bandoneón, como daga punzante, tratando de clavarse en la mujer foránea, buscando sacarle algún gesto revelador. “Cuando empiece a tallar el invierno en tu vida, notarás arrepentida que has vivido un carnaval”.
El domingo llega, el abrazo con la madre, las empanadas, los pastelitos dulces. Por la tarde, los amigos. Se reúnen en lo del Cocó.
Intercambian noticias y el Pichi que suelta: “Está de visita la Pocha, se hospeda en el Cavour”. El Cacho infla los cachetes, suelta el aire y desvía el tema. Sabe que puede resultar molesto.
Otra noche de salón. Alberto se acomoda, hace rezongar al bandoneón y otra vez la mujer en la misma mesa. Ya van tres sábados que concurre, ¿tanto le gusta el espectáculo? Un presentimiento lo gana, es casi una certeza, “¡La Pocha!”. Por años la culpó, la consideró traidora, pero ahora está seguro que es la Pocha, el corazón se lo grita. “Ha vuelto por mí” y le arranca al fuelle una melodía distinta “¡Ay, olvida mi desdén, retorna dulce amor, y volver a florecer, nuestro querer, como aquella flor!”.
Después de la última interpretación, el músico baja del escenario y se acerca a la dama. “¿Sabés quién soy?”, pregunta ella. Él afirma con un movimiento de cabeza. “Pensé que no me ibas a reconocer”. “Nunca te olvidé, ¿me puedo sentar?”. Lo hace, se miran largamente. Hay ausencia de palabras. Se toman de las manos. Tienen mucho para contarse y un tiempo ido para recuperar, para sanar heridas. Mañana, la mamá de Alberto volverá a ver, después de muchos años, a la mujer que su hijo siempre esperó. Será un domingo especial.