Para viajar no siempre se necesita un pasaje o un destino. Eso lo sabe cualquier viajero, porque probablemente la literatura y el poder evocador que tiene la palabra, sean el ejemplo más claro de ello. Y eso lo sabe también cualquier lector ¿Quién no viajó primero por renglones y letras? ¿Quién no conoció una ciudad a través de las páginas de un libro? "(.…) durante toda mi vida llegué a las cosas después de haberlas transitado en los libros" rememora Borges en su Autobiografía. Y los viajes no son ninguna excepción.
En 1984 -dos años antes de morir- el escritor argentino publicó Atlas, su única obra dedicada a la crónica de viajes. El crítico Daniel Molina recuerda aquella primera edición como un libro caro y lujoso. De esos que se lucen arriba de la mesa del café para que las visitas lo hojeen.
El precio -costoso- significó también una circulación acotada.
El libro era un recorrido sabiamente caótico, como el mismo autor lo describe. El viaje de este atlas no tiene orden ni hilo conductor más que el propio autor. El lector puede ir de Alemania, a Atenas y luego Ginebra. El viaje de este texto es también algo laberíntico; después de todo lo escribe Borges. Aquí a una anécdota la sucede una reflexión, un poema o un sueño. Este libro funciona -¿por qué no?- como una de las tantas puertas de entrada al universo borgeano.
¿Cómo sería viajar con el escritor más universal de las letras argentinas? ¿Mirar el mundo a través de sus ojos ciegos? ¿De sus sentidos afilados? ¿De su cultura enciclopédica? Probablemente, sólo María Kodama -su compañera en ese periplo- sea la única autorizada para dar una respuesta.
"Antes de un viaje, cerrados los ojos, juntas las manos, abríamos al azar el atlas y dejábamos que las yemas de nuestros dedos adivinaran lo imposible: la aspereza de las montañas, la tersura del mar, la mágica protección de las islas" revela Kodama en el epílogo. Al resto nos queda -y no es ni remotamente poco- su prosa y su Atlas.
"Descubrir lo desconocido no es una especialidad de Simbad, de Erico el Rojo o de Copérnico. No hay un solo hombre que no sea un descubridor. Empieza descubriendo lo amargo, lo salado, lo cóncavo, lo liso, lo áspero, los siete colores del arco y las veintitantas letras del alfabeto; pasa por los rostros, los mapas, los animales y los astros; concluye por la duda o por la fe y por la certidumbre casi total de su propia ignorancia" dice en el prólogo que lleva al lector alrededor del mundo. "María Kodama y yo hemos compartido con alegría y con asombro el hallazgo de sonidos, de idiomas, de crepúsculos, de ciudades, de jardines y de personas, siempre distintas y únicas."
El viajero
Borges poseía dos cualidades inherentes al viajero. La primera es la capacidad de asombro. Aquella capaz de convertir a un adulto en un niño. Basta mirar aquella foto que lo retrata con su mujer previos a iniciar un viaje en globo en el Valle de Napa en California. Ella con un tapado de piel, él con una mirada pueril.
"Como lo demuestran los sueños, como lo demuestran los ángeles, volar es una de las ansiedades elementales del hombre (… ) el ocioso viento que nos llevaba como si fuera un lento río, nos acariciaba la frente, la nuca o las mejillas. Todos sentimos, creo, una felicidad casi física."
La segunda es la capacidad de observación. Esta última no se limita sólo a la vista, sentido ya dañado cuando el escritor realizó parte de sus viajes. Y, sin embargo, Jorge Luis observa: meticuloso, certero, incisivo. "De todas ellas la más vívida es la Torre Redonda que no vi pero que mis manos tantearon, donde monjes bienhechores salvaron para nosotros en duros tiempos el griego y el latín, es decir, la cultura" dice respecto de Irlanda. "Caminé por las calles que recorrieron, y siguen recorriendo, todos los habitantes de Ulysses." Y es imposible no recordar aquella frase del escritor que admite que todas las cosas del mundo lo llevan a una cita o a un libro. El universo de Borges es así.
¿O acaso no recuerdan aquella frase donde imaginaba que el Paraíso sería una especie de biblioteca?
En las fotos de esos viajes, presentes en el libro y muchas de ellas expuestas en la muestra, En el Atlas de Borges que visitó nuestra provincia hace aproximadamente una década, se ve un Borges diferente. No deja de ser ceremonioso y elegante como solía mostrarse este hombre de letras, nacido a fines del siglo XIX. De hecho, en gran parte de las fotografías de ese álbum íntimo, se lo ve vestido de traje y corbata en los más exóticos escenarios.
Sin embargo, prevalece un protagonista distinto. El lente capta una versión viajera. Borges con un kimono en Japón; Borges con la mezquita Azul como escenario en Estambul; Borges acariciando a un camello. "A unos trescientos o cuatrocientos metros de la Pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosamente un poco más lejos y dije en voz baja: Estoy modificando el Sahara. El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda mi vida para que yo pudiera decirlas. La memoria de aquel momento es una de las más significativas de mi estadía en Egipto."
Su Buenos Aires querido
La capital argentina es una pieza decisiva en este mapa borgeano. "Siempre he sentido que hay algo en Buenos Aires que me gusta. Me gusta tanto que no me gusta que le guste a otras personas. Es un amor así, celoso."
Fue una ciudad que redescubrió luego de vivir unos años en el exterior. La distancia a veces ofrece una mirada renovada sobre lo que era la vida cotidiana. Así, la capital del país fue su escenario y su musa. Se convirtió en la ciudad a la que siempre regresaba; hasta aquella última vez en que ya no volvió.
En Atlas, el autor revela sus sueños recurrentes con la city porteña: "Mi cuerpo físico puede estar en Lucerna, en Colorado o en El Cairo, pero al despertarme cada mañana, al retomar el hábito de ser Borges, emerjo invariablemente de un sueño que ocurre en Buenos Aires.
Las imágenes pueden ser cordilleras, ciénagas con andamios, escaleras de caracol que se hunden en sótanos, médanos cuya arena debo contar, pero cualquiera de esas cosas es una bocacalle precisa del barrio de Palermo o del Sur. (… ) Nunca sueño con el presente sino con un Buenos Aires pretérito y con las galerías y claraboyas de la Biblioteca Nacional en la calle México. ¿Quiere todo esto decir que, más allá de mi voluntad y de mi conciencia, soy irreparablemente, incomprensiblemente porteño?"
Ginebra
A Borges le gustaba Ginebra y Suiza. Esa afinidad nace en 1914 cuando su familia se muda a Europa y, tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, se instalan en Suiza, territorio neutro. Allí vivió su primera juventud. Tomó clases en el Collège Calvin, escuela fundada por Calvino en 1559 y el colegio secundario público más antiguo de la ciudad.
En Atlas, le dedica a esta urbe un apartado que comienza con un entusiasmo inusual. "De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad" sentencia. Y agrega: "A diferencia de otras ciudades, Ginebra no es enfática. París no ignora que es París, la decorosa Londres sabe que es Londres, Ginebra casi no sabe que es Ginebra". Y como si se tratara de un oscuro presagio, concluye: "Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo."
En 1986 durante un viaje por Europa, Borges decidió regresar a esta urbe suiza y ya no a un Buenos Aires que desconocía. En una carta que escribió ese año admitió: "Soy un hombre libre. He resuelto quedarme en Ginebra, porque Ginebra corresponde a los años más felices de mi vida. Mi Buenos Aires sigue siendo la de las guitarras, la de las milongas, la de los aljibes, la de los patios. Nada de eso existe ahora. Es una gran ciudad como tantas otras."
Información
Atlas, Jorge Luis Borges (Emecé).
3 lugares en 3 frases de Atlas de Borges
Atenas."Me desperté y me dije: estoy en Grecia, donde todo ha empezado si es que las cosas, a diferencia de los artículos de la enciclopedia soñada, tienen principio".
Estambul."¿Qué puedo yo saber de Turquía al cabo de tres días? He visto una ciudad espléndida, el Bósforo, el Cuerno de Oro y la entrada al Mar Negro, en cuyas márgenes se descubrieron piedras rúnicas. He oído un idioma agradable, que me suena a un alemán más suave. Por aquí andarán los fantasmas de muchas y diversas naciones; prefiero pensar que los escandinavos formaban la guardia del emperador de Bizancio, a los que se unieron los sajones que huyeron de Inglaterra después de la jornada de Hastings. Es indudable que debemos volver a Turquía para empezar a descubrirla."
El laberinto de Creta. "Éste es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro que Dante imaginó como un toro con cabeza de hombre y en cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones, como María Kodama y yo nos perdimos en aquella mañana y seguimos perdidos en el tiempo, ese otro laberinto."