Con el comienzo del nuevo año se puso en marcha una carrera electoral muy especial, porque llega una nueva convocatoria a presidenciales y porque ese trayecto a las urnas podría estar lleno de obstáculos generados por rencores, revanchismos y presiones políticas y judiciales para que muchas causas de corrupción que se ventilan en los tribunales del país tengan un ritmo de investigación no acorde con la gravedad de las denuncias y, en muchos casos, evidencias que las movilizaron.
Al margen de la valoración de políticas implementadas en estos tres años, el Gobierno de turno tiene la virtud de encaminarse hacia la histórica concreción de un período de gestión sin ningún tipo de alteraciones institucionales. Este dato no es menor: lamentablemente, durante muchas décadas los gobiernos no pertenecientes al justicialismo debieron ver interrumpida su acción antes del tiempo constitucional previsto, ya sea por derrocamiento militar, renuncia del Presidente de la Nación o salida anticipada de la autoridad democráticamente constituida en virtud de alguna situación extrema de crisis y conmoción interna, como le sucedió al presidente Raúl Alfonsín, que traspasó el poder a su sucesor varios meses antes de lo previsto.
La presidencia de Mauricio Macri se encamina a cumplir sus cuatro años de mandato constitucional para entregar la conducción del Estado a quien resulte electo en el último trimestre de este 2019. Se prevé un año tenso e intenso desde lo político y lo gremial en virtud de la crisis económica y su repercusión en el salario y la calidad de vida de los argentinos.
Como principal opción al oficialismo, que podría tener a Macri como aspirante a la reelección amparado en las posibilidades que otorga la Constitución, aparece el kirchnerismo, favorecido, según las principales encuestas, por el descontento de un amplio porcentaje de ciudadanos como consecuencia de los vaivenes económicos y los aumentos en los servicios públicos derivados de la quita de subsidios a la que se vio obligado el Gobierno, ante el riesgo de colapso como consecuencia de la falta de inversión producto, precisamente, de la excesiva política subsidiaria que llevó a cabo durante más de una década la administración kirchnerista.
Lamentablemente, en estos tres años de Gobierno de la coalición Cambiemos, nada ha conducido a poner fin a las tremendas desinteligencias políticas e ideológicas que marcaron la vida de los argentinos en los últimos tiempos; una situación, en gran medida, alentada desde la cuna del poder kirchnerista como parte de un plan de perpetuidad que en algún momento estuvo a punto de prosperar y que tenía una fuerte base de sustentación: la ideologización excesiva.
Pero es justo destacar que cierto empecinamiento, de los estrategas del oficialista espacio Cambiemos, en confrontar con la agrupación que lidera la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, contribuyó a no dejar mayores posibilidades de posicionamiento a otros sectores partidarios o facciones de pensamiento político capaces de generar más de una alternativa a la actual posición de tener que elegir entre lo que está o lo que estuvo hasta hace pocos años y luego de más de una década de trayectoria.
La reciente muerte del ex canciller cristinista Héctor Timerman, como consecuencia de una penosa enfermedad, desnudó una vez más la razones por las que la llamada grieta, que divide injustamente a los argentinos, difícilmente pueda ser superada. La situación dejó bastante que desear: hubo un cruce de declaraciones y opiniones que no contribuyó al clima de concordia que se pretende y varias voces del kirchnerismo que expresaron intenciones de un revanchismo para nada recomendable, hacia políticos oficialistas, jueces y periodistas, en caso de que ese sector partidario volviese a tener la conducción del Estado.
Es de esperar que otras opciones electorales que actualmente comienzan a insinuarse en el tablero electoral nacional puedan desarrollarse lo suficiente como para ofrecer a la ciudadanía alternativas confiables a la hora de decidir la emisión del voto. La sociedad argentina necesita niveles tolerables de disenso y no diferencias irreconciliables que nos impidan saber qué país queremos.