Por Fernando Iglesias - Periodista. Especial para Los Andes
Quienes odian a los Estados Unidos odian al mundo, ya que no existe país en el mundo que reúna y exprese mejor la extraordinaria diversidad étnica y cultural humana que los Estados Unidos. Ya bastante estúpido es formular acusaciones genéricas a un país entero, hazaña intelectual que inevitablemente obliga a tirar juntos al tacho de basura a Carter con Kissinger, a Obama con Trump, a Martin Luther King con el Ku-Kux-Klan.
Ya demasiado premoderno y feudal es hacer responsable a alguien por delitos supuestos y con los que no tuvo ninguna conexión. Pero lo que distingue al odiador de los Estados Unidos no es solo la anacrónica idea de que las personas son simples apéndices de una tradición nacionalmente definida sino la malsana pasión nacionalista en sí misma, y su correlato infaltable: el odio por lo cosmopolita, lo culturalmente híbrido, lo que no encaja en el molde mental de quienes creen que Obama es responsable por Kissinger y Nixon pero él no es responsable por Videla, faltaba más.
El odio por lo cosmopolita es totalitario y proto-fascista en todos lados, pero en países como la Argentina, en los que hasta los nacionalistas telúricos lucen apellidos europeos, el odio por lo cosmopolita constituye una autodenuncia fatal de estupidez. A sus autores convendría recordarles el carácter universal, cosmopolita y abierto del american dream y del sueño argentino, descripto magistralmente por Emma Lazarus en la poesía cuya placa está ubicada debajo de la estatua de la Libertad. “Envíenme sus cansadas y miserables masas, anhelantes de respirar en libertad; los miserables que son rechazados de sus prolíficas costas. Mándenme a los sin techo, a los náufragos; arrójenlos a mí, que elevo mi antorcha junto a la puerta dorada”. Amén.
Este concepto cosmopolita y orientado al mundo está inscripto en la base del sueño del estado nacional más poderoso de la Tierra, cuyo lema fundante es E pluribus, unum, que invoca la pluralidad -y no la homogeneidad nacionalista- como fundamento de la unidad. Y esto es lo que odian los antiamericanistas, según creo. No las deplorables intervenciones de muchos gobiernos norteamericanos en la Historia sino las admirables. No Hiroshima y Nagasaki, en cuyo caso protestarían antes y mejor por los millones de víctimas de la Segunda Guerra Mundial iniciada por el eje fascista-comunista, sino el hecho de que los Estados Unidos nos hayan salvado de Hitler, primero, y de Stalin, después.
No las dictaduras prohijadas por los Estados Unidos, en cuyo caso protestarían también por las decenas de millones de víctimas fatales de las dictaduras comunistas en todo el mundo; sino el amor a la libertad del pueblo norteamericano, que siempre le ha permitido dejar atrás a sus Nixons y sus Bushs; y que dejará atrás a Donald Trump -apuesto- antes de empezar.
Y no me corran con el bloqueo a Cuba los mismos que festejaron la caída del ALCA porque el comercio con los Estados Unidos era lo peor que nos podía pasar. Pocas cosas más útiles para distinguir a una sociedad que, con todos sus defectos y abominaciones, es una sociedad abierta en la que hay oportunidades de ascenso social de otras sociedades cerradas y constituidas por castas, que las imágenes que nos llegan de Cuba: un presidente de los Estados Unidos negro visitando a un país en el que el porcentaje de afroamericanos es superior al de los Estados Unidos pero en el cual no ha habido dirigentes negros en medio siglo de revolución.
Quienes odian a los Estados Unidos odian al futuro y aman al pasado. Un pasado mítico, preferiblemente constituido por el Imperio Otomano, la Francia cuna de la cultura, el Imperio Romano o la Primera Presidencia de Perón. Es parte de la naturaleza humana: el rencor del triunfador de ayer contra el recién llegado más exitoso que él. En el caso de nuestro país, el odio hacia los Estados Unidos carece además de cualquier base histórica concreta.
Los Estados Unidos no participaron de la gestación del Golpe -como sí hicieron en Chile- ni han efectuado ningún tipo de invasión territorial, a menos que se considere tal la ayuda a Inglaterra en ocasión de la aventura loca de Malvinas; tan descontada que sólo la ceguera de un majestuoso borracho como Galtieri pudo ignorar. Insólitamente, sí hay registro de un ataque argentino al actual territorio de los Estados Unidos, entonces en manos españolas: la toma de San Juan Capistrano como parte del increíble periplo corsario de la fragata La Argentina, comandada por Hipólito Bouchard.
Los que quieran encontrar las razones por las cuales los argentinos ocupamos uno de los primeros lugares del ranking de odiadores de los Estados Unidos pueden darle un vistazo a la voz “Argentina” que a principios del siglo pasado daba un diccionario español: “Todo hace creer que la Argentina está llamada a rivalizar en su día con los Estados Unidos de la América del Norte, tanto por la riqueza y extensión de su suelo como por la actividad de sus habitantes y el desarrollo e importancia de su industria y comercio, cuyo progreso no puede ser más visible”. Es que la pasión antiamericana crece, aquí y en todas partes, paralelamente a la decadencia nacional.
Pero si digo que quienes odian a los Estados Unidos odian al futuro es también porque el futuro llega a nosotros de la mano de las innovaciones y la creatividad de los Estados Unidos. Basta recordar la primera iPad que se hizo famosa en Argentina en manos de Aníbal Fernández o los iPhones que los dirigentes de La Cámpora corren a comprar apenas pisan Nueva York; basta recordar que internet fue una creación de las fuerzas de seguridad estadounidenses, para comprender el enorme impacto que la innovación made in USA tiene en las formas en que todos los seres humanos sobre este planeta vivimos, trabajamos, consumimos, amamos y nos comunicamos. Y el que no esté de acuerdo que mande un tuit o postee su opinión en Facebook.
Pero sería miope limitarse a la creatividad tecnológica: el futuro nos llega de la mano de la innovación made in America también en el campo social, marcado ayer por el flower power y el rock&roll americanos y hoy por gran parte de los hábitos sociales juveniles, desde los conciertos masivos hasta Starbucks. De los Estados Unidos nos llegaron también las primeras experiencias de liberación femenina, de derechos gay y de la acción afirmativa a favor de las minorías oprimidas que tanto adoran los mismos progres que odian a los USA. Para no hablar del jazz, del cine, las artes plásticas, la danza, la música y las artes en general, terreno donde desde hace al menos un siglo los Estados Unidos han constituido la mayor fuente de innovación creativa y aporte a la cultura planetaria, ya sea en términos de volumen como de densidad.
Que el Club del Helicóptero y la Izquierda jurásica que supimos conseguir hayan desfilado juntos por las calles argentinas para repudiar a Obama como si se tratara de Bush o de Trump solo denuncia su ceguera anacrónica y su mezquindad.
Pero no se trata solo del stalinismo militante en sus versiones troska y nac&pop. Quienes odian a los Estados Unidos sucumben a uno de los principales tópicos del otro totalitarismo, el fascista, con su repetida monserga anti-anglosajona y su clasismo nacionalista divisor de los países en plutócratas y proletarios; antecedente histórico del tercermundismo nac&pop.
Kirchneristas, troskos argentos y otros grupos totalitarios con más acabada percepción de su condición comparten, también, el resto de las pasiones que el stalinismo y el fascismo han encarnado en la Historia: no sólo el antiamericanismo sino el autoritarismo, el verticalismo, el capitalismo de amigos disfrazado de anticapitalismo, el desprecio por los parlamentos, la República y la división de poderes, el amor por los liderazgos populistas y carismáticos, el culto a la personalidad, el entusiasmo por las estatizaciones, la devoción por el partido único, la adoración irracional del sector industrial de la economía, el nacionalismo paranoico en sus variantes agresiva y aislacionista, la descalificación de los adversarios políticos, la supresión de las libertades individuales y la persecución de la oposición y la prensa independiente. Vaya coincidencias. Vaya casualidad.
El antiamericanismo es la parte soft de un programa político hard: la pasión totalitaria. Como todas las pasiones totalitarias, una pasión típica de perdedores que ojalá abandonemos cuando logremos construir un país próspero y reconciliado consigo mismo, como nunca fuimos pero siempre podemos llegar a ser. Mientras no lo logremos habrá que seguir soportando las frases insignes de los que dicen “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”. Lástima grande que no se aplique a Canadá.