Por Mario Vargas Llosa - Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País Internacional SA © 2016
El escritor chileno Carlos Franz acaba de ganar en Lima el Premio Bienal de Novela que lleva mi nombre con una ficción histórica, Si te vieras con mis ojos, en la que aparecen Charles Darwin, el pintor Johann Moritz Rugendas, el barón de Humboldt y una bella dama de ojos verdes y pasiones indómitas llamada Carmen que, al parecer, está inspirada también en una persona que existió. Se trata de una historia de amor y de aventuras, en la que el paisaje juega un papel principal y también la pintura, pues Rugendas, el protagonista, vive para pintar, amar y viajar, tres cosas que conforman una misma vocación en su existencia.
La entraña de esta historia es romántica por la efervescente sucesión de episodios y la truculencia de algunos de ellos -hasta un terremoto que sacude las entrañas del Aconcagua-, pero su construcción es muy moderna, por los saltos temporales entre el pasado y el futuro con que transcurre y el audaz punto de vista en que está narrada -la segunda persona del singular- lo que introduce ambigüedad en una historia pues el lector nunca sabe a ciencia cierta si es un monólogo en el que el personaje principal se cuenta a sí mismo o si un narrador omnisciente y apodíctico va ordenando a través de imperativos las ocurrencias de la historia.
Esta inestable perspectiva nimba el relato de una delicada atmósfera, algo así como las veladuras que le sirven a Rugendas para sutilizar esas pinturas con que ha ido documentando sus interminables vagabundeos por el continente americano y con las que, desde que llegó a Valparaíso y conoció a Carmen, quiere dejar constancia de su amor.
Los personajes son ricos en color y factura, desde el marido de Carmen, el viejo coronel Gutiérrez, héroe de las luchas por la independencia al que la batalla de Ayacucho dejó cojo y descaderado, hasta el joven y genial naturalista Darwin, que ha llegado virgen a los 24 años, sufre crisis de espanto que lo hacen vomitar el alma, y que está feliz en Chile porque allí Carmen lo adiestra en las lides amorosas y porque ha descubierto el austromegabalanus psittacus -vulgarmente llamado picoroco- un percebe que tiene el pene más largo del mundo.
Aunque su paso por la historia es más fugaz e indirecto, el ilustre barón de Humboldt, empeñado en convertir a Rugendas en un mero ilustrador botánico, deja una huella inolvidable por su propensión, al parecer incontrolable, de acariciar las nalgas de los adolescentes que se ponen a su alcance. Carmen es una mujer tempestuosa y libérrima, adelantada a su tiempo, que no teme enfrentarse a todos los prejuicios de su medio -incontables- para vivir el amor pasión; pero la personalidad más descollante es la del propio Rugendas, que quiere apropiarse del mundo trasladándolo a sus lienzos y que ha recorrido las vastas tierras americanas dejando incontables dibujos de sus mujeres y costumbres pintorescas, de su áspera geografía, y ahora quiere pintar a su amante de una manera que no sólo retrate su cuerpo de odalisca, la fiereza con que se entrega al placer, sino también sus fantasmas y secretos más íntimos.
Algo de la pasión colorista que anima la vida del protagonista de Si te vieras con mis ojos se ha contagiado a la escritura de la novela, que es plástica y sutil, sobre todo cuando recrea con gran profusión de imágenes y apasionada minucia la geografía de la historia, el abigarrado puerto de Valparaíso y sus vendedores de mariscos, las grandes extensiones desérticas de la costa y los soberbios contrafuertes andinos, donde los dos principales personajes masculinos se ven atrapados, en el interior de una cueva que es una tumba prehispánica, por un terremoto en el que están a punto de perder la vida. T
odo este episodio es apocalíptico y está espléndidamente relatado, con una prosa que parece ella misma sufrir los sacudones y desgarros de la montaña conmovida por los desprendimientos geológicos. Aunque, tal vez, el viaje psicodélico que vive ese par en el seno de la caverna en razón de un cocimiento de yerbas alucinatorias, tenga un sesgo un tanto surrealista y esté a punto de rozar lo inverosímil.
Pero, pasado este episodio, la novela retoma su ritmo febril y aventurero y hay en sus páginas un contagioso entusiasmo por contar y vivir en los límites, por mostrar las sorprendentes y formidables derivas que puede tomar la existencia, y la audacia y la alegría con que la pareja de amantes -Carmen y Rugendas- se amoldan a estas situaciones cambiantes y son capaces de explorar los extremos más vertiginosos del amor.
Entrelazados con estos episodios que constituyen el presente de la novela hay otros, que ocurren en Inglaterra -en Surrey-, veinte años después, donde Darwin y Rugendas se encuentran para confrontar sus recuerdos de aquellos lejanos parajes y de la mujer que amaron. Darwin no se convirtió en el sacerdote que aspiraba a ser de muchacho, su genio científico ha sido reconocido y tiene una existencia tranquila, con su esposa y sus hijos, y su entrega tenaz a la investigación botánica.
Pero es un hombre físicamente destruido por las enfermedades y el trabajo intelectual, presa siempre de los terrores que convirtieron su adolescencia en una pesadilla, y en su memoria aletea siempre, con nostalgia terrible, aquella remota aventura en la que una chilena le enseñó el amor. Rugendas ha padecido ya tres infartos para entonces y sabe que su vida pende de un hilo. Son muy conmovedoras estas escenas en las que los dos viejos amigos, vencidos por los años y rodeados por el civilizado jardín inglés donde conversan, evocan aquella bravía juventud en aquel fin del mundo sin domesticar donde la vida no era rutina y paz sino desafío y peligro, violencia y goce, y donde la muerte estaba siempre rondando la vida.
El libro se lee con facilidad y con placer y, también, con cierta melancolía, porque nos recuerda una época en la que, impregnada por el Romanticismo, América Latina parecía ser ella misma una de esas novelas de grandes pasiones y arriesgadas aventuras que tanto seducían a los lectores europeos, ávidos de paisajes exóticos y de destinos fuera de lo común. Como Rugendas, como Darwin, muchos europeos llegaron hasta estas costas remotas a estudiar la naturaleza, a transmutarla en arte, a vivir la aventura de la conquista y de la guerra, o a explorar las ruinas de esos antiquísimos imperios sepultados por las selvas o los vestigios de ciudades construidas en lo alto de cordilleras imposibles.
América Latina fue la depositaria de muchos sueños y mitos europeos y, paradójicamente, los latinoamericanos los heredamos al extremo de llegar a vernos y reconocernos en esas imágenes que la fantasía romántica fabricó sobre nosotros. En todos los campos, pero sobre todo en el cultural y en el político, América Latina sirvió, en muchos momentos de su historia, para alimentar el sueño europeo romántico de exotismo y aventura y llegó a ser nada más y nada menos para la visión europea que una fantasía literaria.
Sin habérselo propuesto, Carlos Franz ha recreado en esta novela con eficacia y sutileza esa transposición al mito y la leyenda de la realidad latinoamericana de dos europeos -uno inglés y otro alemán- a los que estas tierras hicieron vivir las fuertes emociones que buscaban y a consolidar su talento artístico y su genio.