Los ciudadanos a los que el destino dio la oportunidad de vivir los felices años de mediados del siglo pasado disfrutaron del respeto, seguridad y orden que ofrecían los gobiernos provinciales, a cargo de personas que desempeñaban honestamente las funciones que se les habían confiado y que asumían con proyectos, ideas y planes de gobierno que ejecutaban mediante obras públicas que beneficiaban a toda la comunidad, significaban un avance para el país y que hoy, luego de tantísimos años, nos siguen sirviendo plenamente.
Eran años de estabilidad económica y normalidad política que los mendocinos disfrutamos con una felicidad que podía observarse en cualquier encuentro, reunión o sencillamente en el encuentro ocasional con un abrazo, apretón de manos o un “adiós mi amigo”, porque en aquel ambiente no había bronca. Eran tiempos de mucha tranquilidad, no sufríamos el flagelo de la inflación.
La estabilidad económica estaba garantizada con una moneda respaldada en oro (años ’30 y ’40), permitiendo que los precios se mantuvieran de un año a otro. Las compras con facilidades de pago no sufrían recargos por intereses, no había planes de créditos mensuales ni solicitudes con garantes o tarjetas de compras.
Fue una etapa sin supermercados ni centros comerciales. Existía, sí, el histórico Mercado Central, el mismo que hoy se erige en las calles Las Heras, Patricias Mendocinas y General Paz. Pero la verdad es que la mayor confianza y comodidad estaba en el almacén del barrio, era “nuestro seguro servidor” que además de proveer los productos de primera necesidad disponía de otras mercaderías necesarias para las dueñas de casa.
Era valioso el servicio que prestaban los almaceneros establecidos en esquinas céntricas de nuestra ciudad Capital, hoy desaparecidos pero que los memoriosos recuerdan: el Cu Cu y Don Marcelino, en las esquinas de San Martín y Catamarca y 9 de Julio y Montevideo, respectivamente, porque eran buenos seres humanos, serviciales, pacientes y confiables.
Mientras que en los barrios, desde siempre el almacenero era un hombre modesto y trabajador que no se ajustaba a ningún horario; claro que ese mayor tiempo de atención le significaba más ventas y los clientes pagaban a fin de mes las compras que eran anotadas en una libreta con tapas negras, sin garantías ni intereses. Siempre estaba atento a cualquier necesidad barrial o requerimiento de algún cliente por problemas como falta de dinero, personales o de familia.
Por lo general, el popular almacenero era apreciado por los vecinos a los que prestaba el diario todas las mañanas -que después circulaba entre otros vecinos- y también el uso del teléfono -que por lo general era el único del barrio-, servicio que hacía sin cargo.
Era muy simpático observar en las últimas horas de la tarde a un grupo de señoras que esperaban turno para hacer comunicaciones telefónicas familiares y, mientras, se entretenían con conversaciones sobre temas familiares y “chimentos” del barrio.
A los clientes de otros barrios más distantes, por no tener con qué llevarse la compra del mes, el almacenero se la llevaba gratuitamente porque disponía de una carretela tirada por caballos, bicicleta o una antigua chatita. También auxiliaba generosamente a vecinos que tenían la necesidad urgente de trasladar a un enfermo grave al hospital o sala de primeros auxilios porque no conseguían ambulancia.
Por la confianza que las familias clientes del almacén tenían con su propietario, también le consultaban sobre algún conflicto familiar porque siempre encontraban el consejo oportuno. Se daban casos que, para agradecer las atenciones personales del almacenero del barrio, le ofrecían una comida con la confianza y estima familiar.
También los chicos le tenían mucha simpatía, porque cuando los mandaban a comprar les regalaban caramelos, y así los niños colaboraban felices con las compras para su hogar.
Aprovecho para comentarles que los domingos, también desinteresadamente, cuando los niños iban a comprar el pan, el panadero les ofrecía unos exquisitos bizcochitos dulces con anís que ellos esperaban ansiosamente.
Otros proveedores hacían regalos a las familias cada fin de año con un cordial saludo personal. Salvo algunas excepciones, el almacenero del barrio estaba conceptuado como habitual colaborador de las necesidades de la comunidad, cosa que ocurría con las instituciones vecinales, cooperadoras de escuelas y autoridades municipales que lo invitaban a participar de sus actividades, incluyéndolo en algunas comisiones de trabajo que aceptaban gustosos.
Hubo municipalidades que los eligieron como miembros del Concejo Deliberante sin compromisos políticos partidarios porque en esos tiempos no les asignaban honorarios ni sueldos ni asesores ni autos con chofer oficial; su tiempo y movilidad corría por cuenta de cada concejal como también lo hacía el médico del pueblo, algún empresario, el cura párroco y comerciantes y agricultores de buenas voluntad con el fin de conseguir mejoras para la comunidad.
Finalmente pienso que lo relatado es un lindo ejemplo para los actuales políticos, que lo tomen como ejemplo para moderar sus ambiciones personales.
Los más antiguos almaceneros son dignos de ser recordados respetuosamente en cada Día del Almacenero.