Es por todos conocido que Mendoza atraviesa este verano una de las peores sequías de los últimos tiempos debido a la escasez de nevadas en invierno.
Si bien el organismo administrador del recurso, el Departamento General de Irrigación, continúa su evaluación de cómo hacer frente a la gravedad de la situación, no tomará, por ahora, la decisión de restringir más de lo actual el agua para el agro o para alguno de los otros usos.
Ocurre que la merma de líquido en las fuentes naturales -glaciares de montaña, entre nosotros- ha motivado a que hayan restricciones en la entrega del valioso elemento, disminuciones naturales, consecuencia directa de los bajos volúmenes que presentan los ríos de la provincia, desde el principal en la zona norte, el Mendoza, y los restantes, Tunuyán, Diamante, Atuel, Malargüe, Grande, Barrancas, Colorado, Desaguadero y Salado.
Se asegura desde el ente autárquico que “la distribución de agua se ha hecho entregando la totalidad del líquido con destino al uso humano sin disminución. Mientras, el volumen de agua restante ha sido distribuido en forma equitativa entre los otros usos”.
La Provincia enfrenta una situación crítica de sequía que, como han dicho los especialistas, no se va a revertir de la noche a la mañana. Mientras se había pronosticado que el caudal de los ríos sería del 54% con respecto a años normales, en lo que va de la temporada de deshielo en promedio ya hubo 20% menos que lo pronosticado. En tal sentido, Irrigación comenzó a trabajar en una nueva reprogramación del riego para poder terminar la temporada de la mejor manera posible.
Además, la situación de los embalses es sumamente crítica, y todos presentan el lamentable retroceso de sus costas naturales.
Entonces, toda la realidad hidrológica de nuestra provincia está saturada de elementos extremadamente preocupantes: la situación de los embalses es bastante crítica; los glaciares que tenemos en la región se reducen y por lo tanto disminuye su producción de agua; la contaminación también hace mella en el panorama descripto y el consumo per cápita del valioso recurso en nuestros hogares es tres veces más que lo que recomienda la Organización Mundial de la Salud: el desatino nuestro es de 700 litros por jornada y habitante, mientras que la OMS indica que el ideal es de 250 l.
Algo de lo considerado tiene que ver con una realidad local, pero que está encadenada a un escenario mundial que está relacionado con la necesidad de disminuir el efecto invernadero antropogénico (EIA), situación a la que se están resistiendo los grandes países industriales. Al considerar el calentamiento global y el derretimiento de los hielos polares, se ha estimado que el agua del mar eleva su nivel, inundando costas, algunas de ellas productivas, otras urbanas.
Por otro lado, ríos caudalosos vuelcan en el mar su agua dulce (tema abordado por un lector en Los Andes, el 9/12/2018).
No sería demasiado complicado, con el actual desarrollo tecnológico, calcular el punto de equilibrio entre el agua que hará crecer el nivel de los mares por deshielo y el de la que vuelcan los ríos.
Correspondería a los diferentes grupos de ambientalistas, que bregan por influir en las políticas ambientales, intentar que se tomen decisiones para no desperdiciar los cauces de los ríos que se pierden en los mares. Dicha agua fluvial se debería acumular en reservorios y ser bombeada a las zonas que el calentamiento de la tierra va desertificando.