Algo no anda bien. El agro no anda bien. Si sacamos del escenario a las 20 firmas que concentran el 75% de la comercialización de vinos de Argentina y a los tres grandes industriales del sector de la fruta y la hortaliza, el resto de la cadena... los productores, trasladistas y acopiadores están en una situación de rentabilidad exigua, otros de supervivencia y otros peleando por no desaparecer.
La imagen que este sector da puertas afuera es muy buena, de desarrollo y crecimiento, pero puertas adentro cabe preguntarse por qué la eficiencia de la mayoría de los productores es tan baja. Los rendimientos tan pobres y la rentabilidad e inversión escasa o nula y siempre dependiente de la intervención estatal.
Llama la atención: Mendoza es la provincia donde más explotaciones agropecuarias (EAP), es decir, fincas, participaron de programas públicos, entre el 1 de julio de 2017 y 30 de junio de 2018, según el Censo Agropecuario Nacional 2018, pero no hay mejoras visibles. En el total país, 12 mil explotaciones participaron de programas públicos pero nuestra provincia lidera la cantidad de asistencia con 1.245 explotaciones que participaron de un programa nacional, 1.082 de un programa provincial y otras 1.056 EAP recibieron algún subsidio. En total en Mendoza hay poco más de 18 mil explotaciones. A nuestra provincia le sigue Formosa, y mucho más atrás Córdoba. Pero si miramos los socios regionales, en el mismo período la participación de San Juan y San Luis es mínima.
La intervención estatal, si suman los programas municipales y otro provinciales, podría dar resultados aún mayores. Es que si analizan varios programas que han tenido continuidad en esta década, se puede ver que llega dinero al sector agropecuario a través del seguro para granizo y heladas, la lucha activa, el subsidio para tarifas de riego, entre otros programas.
A lo que suma la intervención activa de la provincia en la compra de uva para mosto y ahora también -tal como se anunció la semana pasada- un operativo de financiamiento para cosecha y acarreo, un traje a la medida del paño vitivinícola más grande del país: la zona Este.
Entonces, la intervención y participación del Estado a lo largo de los últimos diez años, y teniendo en cuenta los parámetros de la realidad argentina, de nada vale la comparación con países desarrollados, podríamos acordar, que con sus bemoles, no es de desamparo, sino más bien de acompañamiento. Sin embargo, este sector no logra despegar.
Es más, se hunde. De acuerdo con el análisis del Producto Bruto Geográfico -último dato disponible- de 2013 a 2018, la actividad económica en el sector agropecuario bajó 14,4%. Desglosado: la fruticultura sufrió una caída del 22% y perdió 9 mil hectáreas, y la viticultura se retrajo un 14%. Mientras que la ganadería puso un colchón a la caída con su suba del 18%.
La vitivinicultura dio una buena noticia con el aumento de la comercialización del 5% en el mercado interno en 2019, una suba del 4% en el consumo de vino per cápita, ubicándola nuevamente por encima de los 19 litros por habitante. Pero hacia adentro de la cadena, parece que los productores no tienen nada que festejar. Es que a la luz de una cosecha que puede ser igual o con una baja de hasta el 15% (21 millones de quintales), lo cierto, es que los valores que se trazan en el mercado por el precio del kilo de uva, no parecen tener el ajuste inflacionario esperado.
Cuando se plantean políticas públicas, no sólo los resultados económicos sino también los sociales y ambientales deben ser medidos y tenidos en cuenta.
Resta preguntarse cuál es modelo de intervención estatal que se ajusta a nuestra realidad y presupuesto con el que el sector pueda alcanzar sus mejores resultados.
