La indiferencia con que las principales capitales occidentales recibieron el golpe que acabó con el primer gobierno democrático en la historia de Egipto, es mucho más que otro ejemplo del quiebre del compromiso que el Norte mundial exhibe con los modelos republicanos. Hay ahí una pista a gritos de propósitos comunes con la camarilla militar que derrocó al presidente Mohamed Mursi.
Lo notable del episodio es que exhibe el calado de esos intereses que no admiten niveles ni límites y, por supuesto, desprecian las consecuencias que provocan.
Coincidencia sugestiva
No es un dato menor que en las mismas horas que sucedía esto en Egipto, otro mandatario, el boliviano Evo Morales, era retenido en Austria negándosele derechos y jerarquías simplemente por la sospecha norteamericana y europea de que estuviera escondiendo en su avión al topo prófugo de la CIA Edward Snowden.
Ese hombre que irrita a EEUU, fue quien reveló justamente otro escalón de la misma barbarie, la forma en que el jugador más grande viola fidelidades espiando hasta las billeteras de sus propios aliados. El hilo que une a estos hechos muy diferentes, es esa noción que se construye sobre que no puede haber contradicciones ni siquiera morales con objetivos que están en algún sitio reinando sobre el resto. Es una mácula que parecía que se había disipado, pero no.
La junta militar egipcia encabezada por el general Abdul Fatah Khalil al-Sisi, el militar que cesó el breve gobierno democrático de un año de Mursi, avanzó ese paso luego de una serie de intercambios con el general Martin Dempsey, el jefe del estado mayor conjunto norteamericano. Washington inició esas conversaciones cuando quedó claro que no se podía modificar el curso de los hechos y salvar a Mursi.
Los militares se adelantaran a tomar el poder para evitar que la movilización en la calle coronara una victoria popular que, entre otras cuestiones, desarmara la narrativa que se repite en esta parte del mundo sobre la supuesta vocación constitucional de las fuerzas armadas egipcias.
La excepcionalidad boliviana también, en parte, puede ayudar a comprender el punto. El país del altiplano vivió, en 2003 y 2005, dos alzamientos populares sin precedentes en la región, que tiraron por la ventana a otros tantos presidentes constitucionales.
Una gran diferencia es que en ninguno de esos casos hubo participación militar. Primero fue Gonzalo Sánchez de Lozada que se vio obligado a renunciar asediado por una movilización multitudinaria y encolerizada tras una sangrienta represión en La Paz. Luego , Carlos Mesa, mucho más prestigioso, que dimitió dos años después de llegar al poder, sitiado por marchas que también alentó el propio Morales para afianzar su camino a la presidencia.
Mursi, al revés de aquellos colegas, se negó a renunciar y balbuceó una resistencia vaciada de poder. No comprendió que el colapso de su gobierno era consecuencia de su impotencia para fracturar la resistencia de la gente en la calle contraria a pagar la factura de la debacle económica que sufre el país.
Hace dos años, esas mismas masas, impulsadas menos por una sed democrática que por una situación social que agravó la debacle mundial de 2008, voltearon en 17 días a una feroz tiranía de medio siglo. Nadie lo esperaba. Apenas días antes el régimen de Mubarak había sido reivindicado por la entonces canciller norteamericana Hillary Clinton. Era la gente en las plazas y las huelgas sindicales lo que marcó el paso obligando a un súbito cambio de rumbo a la Casa Blanca.
Así, Barack Obama abandonó la alianza histórica de su país con la dictadura y auspició el primer antecedente de la misma acrobacia de ahora, al depositar el poder en las manos de las fuerzas armadas para que regulen y controlen la salida democrática.
Esta vez, ese camino es más complejo. No podrán contar con la ayuda de los Hermanos Musulmanes, una organización con múltiples y vidriosos vínculos con las capitales occidentales que se convirtió en el callejón ideal para canalizar la ira popular y limar la esperanza que disparó el furor democrático tras el final de la tiranía.
Esa centenaria cofradía islámica moderada, que la dictadura había tanto proscripto como dejado crecer en dinero e influencia de un modo difícil de ocultar, ganó fácilmente las elecciones de 2012 con Mursi como abanderado. En el interregno, y con su venia, más de 15.000 activistas de la lucha de Plaza Tahrir acabaron en las cárceles militares; se elaboró una Constitución que prohibía la supervisión de las finanzas de las FF. AA. y se les legalizó la tortura.
Mursi cumplió con ese parte del trato, pero fracasó en aliviar las calamidades de un país con un quinto de sus 80 millones de habitantes con problemas alimentarios, desocupación de dos dígitos, crecimiento neutro y la trampa de un severo plan de ajuste impuesto por el FMI. Salir de ese pozo implicaba romper los acuerdos históricos de concentración del ingreso que más que cualquier otra cosa, justificaron el medio siglo de tiranías.
Nada de eso se hizo. Para la población, Mursi traicionó el mandato nacido en la alborada democrática y salió a las calles por más. Esa constatación no aminora el dato grave del golpe, pero es claro que el quiebre constitucional en Egipto nació desde abajo, en las bases. El proceso puede leerse como una advertencia para los militares, que no deberían subestimar el músculo callejero. Pero también expone la amenaza de una represión feroz que intente lograr con los modos de la dictadura lo que no pudo la democracia.
El guiño occidental hacia el golpe se extenderá también seguramente por esos pasillos oscuros cuando sean recorridos. Entretanto, Washington apenas ha solicitado un llamado a elecciones que por ahora es vago mientras se exagera en los análisis con el carácter musulmán de Mursi.
No hay que equivocarse en suponer un litigio entre laicos y religiosos en este conflicto.
No es el Islam lo que se ha derrotado. La nueva estructura de poder en Egipto, que ahora persigue a los Hermanos, tiene como aliado al partido derechista Al Nur, una rama ultraislámica fascista que gobierna en el Norte más pobre del país con la religión como ariete para abortar cualquier rebeldía.