Con su nueva montaña de muertos, Egipto está probando, de la peor manera, hasta qué punto el gatopardismo tiene sus límites.
Es esa figura de cambiar algo para que nada cambie, que a lo largo de la historia alentó un universo de falsificaciones transformadoras, la que primero demolió la gente en las calles egipcias y terminó devorada por los militares expuestos al colapso de su relato constitucionalista.
Hay una biblioteca ya de confusiones honestas o inducidas alrededor de este proceso en el mayor de los países árabes, que es preciso despejar para comprender de qué se trata la crisis y sus perspectivas. El gatopardismo ha sido posiblemente, la mayor y más letal de ellas.
Cuando en 2011 cayó la dictadura militar que tiranizó a ese país por más de medio siglo, la última de sus tres etapas en manos de Hosni Mubarak, las FFAA que eran el corazón de esa larga aventura despótica, intentaron asumirse con los ropajes de un funcionariado guardián de la democracia.
Lo hicieron de la mano de la cofradía de los Hermanos Musulmanes, una organización islámica moderada y oportunista que fue menos perseguida de lo que ellos narran durante la tiranía.
Lo que se pretendía era mantener los privilegios de que gozaron los uniformados a lo largo de esas décadas de ausencia de democracia, por medio de un proceso de apertura tutelado desde los cuarteles.
Los Hermanos Musulmanes, que se habían opuesto a la rebelión de la Plaza Tahrir, pero se sumaron cuando la advirtieron irreversible, se reivindicaron como el partido mayoritario que debía alcanzar el poder.
Así Mohammed Mursi, un político prooccidental cuyos hijos tienen la ciudadanía de EEUU, el país fuera del suyo donde más vivió y trabajó, llegó al gobierno con una votación clara que consagró a la hermandad.
Pero lo hizo después de un lapso de más de un año de “limpieza” encarado por los militares con arrestos y secuestros de la vanguardia especialmente sindical que es la que había derrumbado a la dictadura. Entonces, como ahora, el argumento para esa represión era que se actuaba contra el extremismo ultraislámico antidemocrático.
Pero, en verdad, se apuntaba a desmontar el liderazgo de las movilizaciones y, especialmente, el espíritu de transformación que esas masas descubrieron durante la lucha por la democracia.
La tarea realizada por los militares debía continuarla Mursi desde el poder con la bendición internacional para reordenar, ahora sin resistencia popular, las cuentas públicas de un país en bancarrota, con su principal fuente de ingresos, el turismo, sin capacidad de recuperación y un déficit fiscal de 13%. En ese camino, el nuevo gobierno tomó algunas fuertes decisiones.
Entre ellas, impuso, sin atender opiniones opositoras, una nueva Constitución de corte islámico pero que prohibía cualquier auditoría de los negocios bancarios, de servicios y fabriles de las FF.AA. Firmó, también, un acuerdo con el FMI por un préstamo de casi US$ 5 mil millones atado a una profunda reestructuración que habilitaría otros 12 mil millones. E intentó recortar las libertades civiles en procura de defender ese plan de ajuste.
Como la gente volvió a marchar en repudio a esa deriva y apelaba a los jueces para trabar las decisiones del Ejecutivo, Mursi se auto-designó a fines de 2012 por encima de la ley para impedir huelgas, movilizaciones e ignorar fallos judiciales. La intentona autoritaria fue efímera, debió retroceder acorralado por una furia callejera que no cedía.
Aunque la narrativa que en general se lee sobre estos sucesos, es que se trató de un gobierno que intentó convertir a Egipto al más duro islamismo (Egipto es un país musulmán con una mayoría absoluta en ese credo), lo cierto es que en las luchas callejeras se fortaleció un actor básico que es la gente común reclamando por cuestiones que desbordaban las fronteras religiosas como trabajo, alimentos, salud y seguridad.
Ese núcleo movilizado es el que creyó, aún más que la propia dirigencia que se hizo célebre en las redes sociales, en su capacidad para construir un país con mayor equidad distributiva.
Es por eso que el fenómeno egipcio no es sólo democrático, sino social. En ese país, la mitad de su inmensa población de más de 80 millones de habitantes vive en la pobreza, un 20% en emergencia alimentaria. El empleo es precario, ignora a los jóvenes, uno de cuatro adultos esta sin trabajo y quienes lo tienen están precarizados o son temporales.
El quebranto fiscal achicó o anuló los subsidios gubernamentales a la pobreza. Desde la caída de la dictadura se perdió 60% de las reservas y la moneda se devaluó significativamente, un dato trágico en un país que depende de sus importaciones de trigo para sostener la canasta familiar.
El tamaño de la crisis fue la principal muralla para el brutal ajuste que intentó Mursi quien supuso que el atajo religioso le alcanzaría para blindarlo de la resistencia popular. Pero la gente reunió más de 20 millones de firmas reclamando su renuncia y llenó las calles marchando claramente por su cabeza. Los militares lo derrocaron y tomaron el poder para evitar perder el control y hacerse cargo de extinguir la revuelta.
No es casual que EEUU niegue reconocer esa situación como lo que claramente fue: un golpe contra un presidente elegido. No es sólo porque ello implicaría cesar la ayuda militar que Washington brinda a El Cairo (US$ 1.500 millones anuales).
Es también porque Occidente concuerda con que el primer paso de cualquier modificación del escenario egipcio, debe incluir la derrota de estas movilizaciones que desafían la noción de que la crisis debe ser pagada por el conjunto de la población. Los actuales sangrientos ataques a los campamentos de las multitudes que reivindican a Mursi y demandan su regreso al poder con el saldo de centenares de muertes, son la máscara de una campaña de represión que va por toda la rebelión.
La renuncia del vicepresidente del gobierno golpista, el premio Nobel Mohamed el-Baradei, quien era el aporte del establishment no sólo egipcio a esta “transición”, puede dar una pauta del infierno que se viene.