Con su decisión de renunciar a la posibilidad de reelección, el presidente de la Nación acentuó su frágil imagen institucional, por un lado, pero a la vez alivió tensiones dentro de su espacio político, que mayoritariamente consideraba su pretensión como un obstáculo en la carrera electoral del oficialismo en su conjunto.
Claramente, una pálida imagen del Presidente, al que de ahora en más le corresponde mantener el proceso electoral en condiciones y entregar los atributos de mando el 10 de diciembre a quien resulte electo como su sucesor o sucesora.
No es algo en absoluto menor garantizar un proceso y una transición en orden. Y sobre todo en el delicadísimo estado en que están dejando al país.
Queda en evidencia que el titular del Poder Ejecutivo comprendió que la grave crisis económica no dejaba ninguna posibilidad de que el Consejo Nacional del justicialismo fuese escenario de una fuerte disputa por la postulación presidencial.
No se podía esperar ningún otro desenlace si se tiene en cuenta que la capacidad de mando del presidente Fernández se reduce con rapidez; varios de sus propios ministros, en la mayoría de los casos exponentes de distintas corrientes dentro del Frente de Todos, pero principalmente los alineados con la Vicepresidenta, hasta objetan públicamente la gran mayoría de sus políticas.
Además, el anuncio de Alberto Fernández fue como el remate de una semana de enorme tensión al trascender fuertemente una gran desinteligencia en materia de política económica con el ministro de Economía, Sergio Massa, a raíz de una iniciativa atribuida a ahora ex asesor presidencial Antonio Aracre.
El entuerto sólo sirvió para tensionar más a los mercados y mantener la cotización del dólar paralelo en fuerte y hasta ahora imparable aumento, ganando durante muchas horas los titulares de los medios.
Lamentablemente el Presidente nunca logró consensuar para adentro o para afuera de su espacio.
Recientemente, en uno de sus discursos, volvió a atacar desmedidamente a sus adversarios al señalar que su objetivo como jefe del Estado es impedir que desde el 10 de diciembre vuelva a gobernar “la derecha maldita”.
Queda en evidencia que su encono con aquellos adversarios en cuestiones ideológicas le impide mantener el equilibrio que siempre necesitó y nunca tuvo en su carácter de jefe de Estado.
Por lo tanto, cabe preguntar si aquella promesa de completar su trayecto institucional hasta entregar el bastón de mando y la banda a su sucesor se cumplirá, realmente, si quien resulte electo por el voto popular no es un dirigente proveniente de su propio frente político.
Muy escasos argumentos no sólo para quien ostenta la figura presidencial sino para todo el oficialismo en general. Una pálida imagen por el mal manejo de la economía y la priorización de otras iniciativas que solamente buscaron beneficiar la situación judicial, principalmente, de los mayores referentes del oficialismo.
Sirva como ejemplo el continuo embate contra la Justicia que, no obstante, pudo seguir adelante con causas que ventilaron históricos escándalos de corrupción y culminaron con ejemplares condenas.
Sólo cabe esperar, y desear, que la política argentina encuentre su cauce para llegar con la mayor claridad posible al proceso electoral que debe dar a luz un gobierno que comience a encauzar el actual desorden.