La Argentina vive momentos de conmoción a raíz del intento de asesinato de la vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner. Se trata de un hecho de tremenda repercusión en la vida institucional del país, especialmente desde la recuperación democrática de 1983.
El magnicidio es una forma de resolución de discrepancias políticas o ideológicas absolutamente condenable, totalmente alejada de los preceptos republicanos que siempre deben imperar y que llevan a la ciudadanía a resolver sus diferencias mediante el diálogo y el consenso, y con la expresión más genuina, el voto. Por ello, el caso que hoy nos convoca puso a nuestro país al borde de una verdadera tragedia institucional.
En ese contexto, es de esperar que la justicia actúe con la celeridad que el caso impone, buscando esclarecer los motivos del frustrado atentado hasta en los detalles mínimos. Es imperioso determinar si la persona detenida actuó bajo efectos emocionales aislados o si fue parte de una trama que pueda hacer suponer que hechos como el registrado en la noche del jueves pueden repetirse.
El momento también es propicio para reflexionar sobre el rol de la dirigencia política argentina en general. Es que lo único que logran acciones como la ejercida contra la Vicepresidenta es alterar aún más la paz en el país y potenciar dificultades ante las grandes falencias económicas y sociales que tienen desde hace mucho tiempo los argentinos. Y esa gran falla es atribuida en un altísimo porcentaje a los desencuentros de la clase dirigente en su mayoría, poco propensa a trazar caminos de diálogo que conduzcan a las soluciones que la amplia mayoría de los habitantes requiere y necesita imperiosamente.
La discusión política debe ser fruto del disenso democrático, recurso válido para exponer y confrontar ideas. Pero nunca ese estado deliberativo puede desembocar en enfrentamientos que llevan, como ocurre frecuentemente en nuestro país, a posturas irreconciliables por imperio del fanatismo ideológico. Por ende, tanto oficialismo como oposición, que en los últimos años han sabido alternar roles en virtud de la voluntad popular expresada en las urnas, deben asumir la elevada cuota de responsabilidad que les cabe en el descrédito que poseen ante la sociedad.
Otra consigna que debe imperar es el respeto a las instituciones desde el seno de las mismas. De ningún modo resulta inadvertido el fuerte hostigamiento que suele realizarse desde los distintos estamentos del poder de turno a representantes de otros poderes del Estado por el solo hecho de intentar cumplir con las obligaciones que fija su rol institucional. Uno de los ejemplos más claros es el de la justicia, objeto de todo tipo de acusaciones y denostaciones por el hecho de investigar denuncias de corrupción que comprometen seriamente a varios de sus referentes, entre los que se encuentra la vicepresidenta.
En ese sentido, debe apuntarse que el discurso presidencial luego del conmocionante hecho frente a la residencia de Cristina Kirchner poco contribuyó a la búsqueda de armonía que se requiere.
Por lo tanto, ningún avance se habrá logrado si después de este preocupante suceso desde el poder no se toma conciencia de que la Argentina requiere un marco básico de coincidencias capaz de superar el caos imperante.