Desde el Congreso nacional, parecen suponer que los problemas de Argentina pueden hacer una pausa. Ninguno de los representantes del pueblo niega que hay temas demasiado importantes como para postergar su discusión durante 30 días o más, pero el gran problema, por ahora insuperable, es que les resulta muy complicado llegar a acuerdos mínimos para avanzar en leyes concretas.
La grieta ya no sólo separa al oficialismo de la oposición, sino que se ha extendido al interior de las propias coaliciones. Y esa situación dificulta aún más las negociaciones necesarias para legislar como corresponde.
Por cierto, la tarea de un legislador no se reduce a lo que hace o deja de hacer en su banca. Hay una parte invisible e importante de su trabajo que se desarrolla de manera menos pública, en las comisiones, donde más de una vez debe enfrentarse a cuestiones arduas y sensibles, que requieren discusión, análisis, estudios y diálogos con actores de la sociedad.
Pero el hecho concreto es que nuestros legisladores nacionales no regresarán a sus labores hasta entrado agosto, tras un año y medio de sesiones virtuales y un semestre de pocas sesiones... y mucha “rosca” política. En ese sentido, puede decirse que el Congreso no ha sabido implicarse a fondo en mucho de lo que nos ha sucedido a lo largo de los últimos dos años, pandemia incluida, sumido en un letargo inducido por el oficialismo y cuya inercia arrastró a la oposición.
Más por omisión que por acción, La Cámara Baja y el Senado no terminan de hacerse eco de los crujidos que acompañan la diaria realidad nacional, expuestos en la inflación, la pobreza, la caída de los ingresos y las manifestaciones en calles y rutas.
Y para nada se trata de abonar el discurso abolicionista de quienes, populistas de todos los extremos, pregonan la necesidad de democracias directas y de quienes declaman su no pertenencia a la “casta” y sortean su dieta mes a mes en el más populista de los gestos propios de dicha casta.
A la vez, cabe preguntarse cuánto tiempo más puede el país contemplar un Congreso donde cada legislador tiene una media de 30 empleados, al solo efecto de presentar de manera periódica un pedido de informes o un proyecto de declaración, mientras los temas que afectan al común de las gentes siguen sin solución.
Es el mismo Congreso cuya biblioteca acumula centenares de empleados, capas geológicas de personal que sucesivas administraciones van legando y que en los hechos son como una aristocracia del Estado, con privilegios a los que ningún empleado del sector privado puede aspirar.
La existencia de una de las instituciones centrales de la República debería admitir que su razón de ser es encontrar respuestas a las cuestiones que la ciudadanía reclama. En resumen, dejar de ser parte del problema para formar parte de la solución.