Vale preguntarse una vez más cuántas pruebas necesitamos para convencernos de que en la Argentina estamos haciendo nada bien muchas cosas importantes. Como salta a la vista en nuestro vapuleado sistema educativo –alguna vez fue excelente–, dedicado cada temporada a parchar lo que la temporada próxima deberá ser inevitablemente recauchutado, sin comprender que el problema está en otra parte, allí donde se toma la decisión de pegar un nuevo parche.
Salta a la vista, se dijo, como se aprecia en un estudio recientemente difundido, que refiere la autopercepción que los alumnos tienen acerca de las carencias sistémicas que los involucran: 7 de cada 10 entienden que necesitan educación financiera, amén de matemáticas y de informática, para prepararse para su futuro ingreso al mundo del trabajo.
El informe, fundado en una encuesta en todo el país a 3.470 adolescentes de entre 14 y 19 años, es altamente revelador, tanto como para que docentes y pedagogos lo repasen a la búsqueda de esas respuestas hoy imprescindibles si se quiere estar en sintonía con los conocimientos y las prácticas que definen estos tiempos.
Porque es poco lo que puede hacerse en la materia cuando las decisiones las toman quienes, instalados en sus gabinetes, apelan a soluciones de manual, lejos de esa porción de realidad en la que se desenvuelven quienes siguen esperando que alguien atine con diagnóstico y soluciones.
El informe elaborado por Junior Achievement junto con la Universidad Di Tella y un banco privado describe a los encuestados como jóvenes que en no pocos casos están bancarizados con cuentas de ahorro, disponen de tarjetas de débito y aun de crédito y billeteras digitales y, sorprendentemente –pero no tanto–, ven cómo sus padres desincentivan ese tipo de prácticas y suelen inducirlos al uso del dinero físico. Quizá porque padres y educadores se sienten igualmente sobrecogidos ante un futuro que se va convirtiendo en pasado sin darnos tiempo a acomodarnos.
Este sistema escolar que alguna vez fue modélico hoy literalmente arroja a sus educandos a los brazos de una realidad para la que no han sido capacitados, de una universidad que los llenará de angustias y quizá los lleve a la deserción, como consecuencia de un sistema envilecido por el cruce de la política de bajo vuelo y el gremialismo prebendario, y la necesidad de una burocracia indiferente que sólo pretende mejorar estadísticas aunque para ello deba inventarlas.
Las falencias están a la vista desde hace años, aun cuando muchos prefieran ignorarlas y busquen atajos fáciles para que parezca que alguien está haciendo algo. Pero lo novedoso del informe es que esta vez son adolescentes, víctimas de un sistema educativo que no funciona de manera adecuada y eficaz, quienes están diciendo en qué dirección deberían encararse las necesarias e imprescindibles reformas. Es de esperar que alguno de los responsables lo lea con la atención debida.