Hace 3 días, en este mismo espacio nos referíamos a la enorme expectativa que generó la asunción de Lula da Silva en Brasil (presidente desde el domingo 1), con el gran desafío que supone gobernar un país inmenso y muy poblado en un marco de polarización política e ideológica significativa, no habitual en la nación vecina.
Además, una polarización que en uno de los extremos tiene como principal referente al presidente saliente, derrotado por Lula da Silva en el balotaje de fines de octubre, Jair Bolsonaro. Un político vehemente, de poco apego a las normas tradicionales de convivencia democrática y con una mirada geopolítica tan cerrada que alejó en demasía a Brasil tanto en la región como en el resto del mundo.
Bolsonaro, como también lo había hecho el republicano Donald Trump con motivo de su frustrada reelección presidencial estadounidense, había denunciado mucho antes de las elecciones la posibilidad de un fraude electoral en su perjuicio, seguramente alertado por encuestas que presentaban un escenario favorable a Lula da Silva. Y en esa hipotética coyuntura, la posibilidad de una asonada cívico-militar en su respaldo.
No sólo no hubo fraude, sino que las elecciones dejaron un nivel de adhesión hacia el ahora ex presidente que dan paso al escenario de paridad extrema señalado. Paridad en la sociedad y, obviamente, a nivel institucional en el funcionamiento del Parlamento brasileño. Sin embargo, los adictos al derechista ex presidente no sólo no aceptaron ni una semana el lugar en el que los colocó la democracia, sino que, al estilo de los adictos de Trump que tomaron en su momento el Capitolio, la emprendieron destructivamente contra los edificios que representan a los tres poderes del Estado brasileño. Por ello se habla de un intento de golpe de Estado, ya que existió la intención de movilizar a las Fuerzas Armadas.
En el acto de su asunción (el 20 de este mes cumplirá dos años como presidente), el estadounidense Joe Biden enfatizaba en el valor de la democracia para el funcionamiento del Estado, pero a la vez alertaba sobre el cuidado que políticos y ciudadanos deben dispensar a un sistema de por sí frágil, porque se sustenta en el diálogo y la búsqueda de consensos, nunca en la violencia. Biden basaba su razonamiento y su pedido en los riesgos que para su país suponía la actitud de los seguidores de Trump, en especial después de la toma del Congreso para impedir que éste convalidara el resultado de las elecciones presidenciales que le dieron el triunfo al actual mandatario.
La violencia contra la democracia generalmente está precedida o acompañada por gestos antidemocráticos. Tanto Trump con Biden como Bolsonaro con Lula da Silva no estuvieron presentes en los actos de asunción de sus sucesores, cuando la asistencia a dicho acto cívico y el traspaso de los atributos de mando son símbolos de hidalguía política y convicción institucional. La misma actitud que adoptó, en diciembre de 2015, Cristina Kirchner con Mauricio Macri en nuestro país. No traspasar el ejercicio del poder es sinónimo de desprecio a la sana transición que fija la democracia.
Muchos jefes de Estado se valen de la democracia para llegar al poder y luego se dedican a desmoronar el sistema que los cobijó. Algunos desembocan en virtuales dictaduras y otros en autoritarismos. Ejemplos sobran en el mundo, lamentablemente.