La ola neoconservadora y de ultraderecha que se registra en diversos países del mundo está trayendo consigo un retorno a lo peor del pasado de la humanidad, que se traduce en la discusión de cuestiones que ha costado mucho instalar, casi todas ellas vinculadas al amplio colectivo de los derechos humanos. Vuelven prejuicios que parecían erradicados tanto de las leyes como de la opinión pública y son tan peligrosos como lo eran cuando estaban vigentes y establecidos en buena parte de la sociedad.
Sucede no tan lejos de nosotros, en Perú, donde el gobierno de la discutida primera mandataria Dina Boluarte (que fue mutando desde la izquierda a alianzas con sectores de derecha y extrema derecha) acaba de emitir un decreto digno de épocas arcaicas y propio de dictaduras seculares, de esas por las que Latinoamérica se hizo conocida al mundo no hace tantas décadas. El documento, refrendado por el ministro de Salud peruano, César Henry Vásquez Sánchez, caracteriza a la transexualidad como una enfermedad mental.
Es un dictamen –mejor sería calificarlo de falso diagnóstico– no muy distante de las arbitrariedades sanitarias del estalinismo soviético, que consideraba a toda forma de disidencia como un problema psiquiátrico.
No conformes con ello, los autores del decreto agregan a la nómina de trastornos mentales los problemas de identidad de género, sin obviar en la enumeración al travestismo fetichista y a la orientación sexual egodistónica (sic), olvidando por el camino que la Organización Mundial de la Salud excluyó en 2018 a la transexualidad del listado de afecciones mentales, lo mismo que cinco años antes lo había hecho la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA, por sus siglas en inglés).
Como podrá apreciarse, en el gobierno de la mandataria peruana no abundan los funcionarios bien informados, lo que no es precisamente un chiste para quienes sean susceptibles de la estigmatización que implican esas etiquetas psiquiátricas y de sus correspondientes consecuencias personales.
Bien podría suponerse que otra vez estamos en presencia de un dislate bien latinoamericano, pero en honor a Dina Boluarte debe decirse que su gobierno está a la moda, impulsado por los mismos vientos que soplan en casi todo el mundo y que permiten ratificar que la historia gusta transcurrir entre flujos y reflujos: a los ciclos de trabajosas conquistas logradas en las últimas décadas sobre derechos humanos e individuales se contrapone una avanzada antiderechos que –nadie debería sorprenderse– también tiene eco en nuestro país, al menos en el estruendoso universo de las redes sociales, que es una forma amplificada de realidad.
Es perentorio prestar atención a las falsas discusiones que hoy se proponen en estas y otras materias, discusiones impulsadas por colectivos fundamentalistas y básicamente intolerantes, que llevan como bandera el miedo a la libertad. En su limitado ideario, que nada tiene de inocente, Nicolás Copérnico y Galileo Galilei deberían estar aún rindiendo cuentas ante la Inquisición.
Esos avances sobre la razón o en contra de ella deben ser confrontados, a menos que queramos volver a editar mapas en los que la Tierra es plana y en cuyos bordes pueda leerse la leyenda “más allá hay monstruos”.