Hace demasiado tiempo que en nuestro país los impuestos se han convertido en la herramienta recaudatoria ciega, caprichosa y contraproducente que usan los gobiernos cada vez que necesitan mejorar los ingresos del Estado o quieren poner a prueba algún principio ideológico, según su particular interpretación.
Eso explica el llamado “impuesto a la riqueza”, que finalmente fue aprobado en la Cámara de Diputados; y que, como el oficialismo domina el Senado, se da por hecho que se convertirá en ley.
La extraordinaria pandemia generó nuevos gastos y se convirtió en la excusa perfecta para pergeñar nuevos tributos.
La realidad es que el déficit fiscal era previo, y aun sin el coronavirus el Gobierno nunca mostró intenciones de frenarlo.
De hecho, el Ministerio de Economía, del mismo modo que difirió el pago de la deuda externa al próximo período presidencial, siempre se manifestó a favor de que el equilibrio fiscal se alcance después de 2023.
En ese marco, las autoridades nacionales se esmeraron en reponer y aumentar diferentes impuestos, así como crear otros.
Un especialista los enumeró: este “aporte solidario de las grandes fortunas”, como lo denomina el relato oficial, será el decimoquinto retoque impositivo impulsado por Alberto Fernández.
Semejante voracidad es, en sí misma, llamativa.
Por un lado, porque el sistema tributario no se sustenta en la progresividad que declaman sus creadores.
Hace cuatro meses, un estudio del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf) demostró la regresividad de los impuestos indirectos, ya que absorben una proporción mayor de los ingresos en los salarios bajos.
Así, quienes menos ganan son quienes más impuestos abonan.
Por otro lado, en vez de usar esa regresividad para reformular el sistema en su conjunto y distribuir mejor las cargas, se diseña un impuesto a “los ricos” que va a recaudar poco y que será judicializado con varios argumentos: su superposición con el Impuesto sobre los Bienes Personales, ya que grava los mismos activos; el principio de no confiscatoriedad, porque sustrae una proporción excesiva de la renta gravada; y la inconsistencia de que grava sólo los activos y no tiene en cuenta los pasivos que pudiera tener el contribuyente.
Si se acepta la formulación oficial, no se trata de un impuesto sino de un aporte extraordinario que se pagará por única vez.
¿Eso justifica todas las inconsistencias del proyecto?
Además, es muy difícil creer que el aporte será por única vez a la luz de las experiencias históricas anteriores.
Con cierta regularidad, cuando se quieren justificar modificaciones impositivas para aumentar los aportes de quienes tienen mayores ingresos y bienes, se suele apelar a la comparación con los países desarrollados.
En los países escandinavos, se dice, la carga impositiva es mucho mayor. Es tan cierto como que allí los servicios que brinda el Estado son de primera calidad.
Entre nosotros, entonces, el problema es que el ineficiente Estado que tenemos nos sale demasiado caro.
Y un dato clave en esa ineficiencia es una dirigencia política que insiste en proponer medidas que no logran el objetivo con el que se las justificó.