La situación institucional en Venezuela no cambia y, por lo tanto, sigue generando gran inquietud a nivel internacional. Como hemos señalado en varias oportunidades desde este espacio de opinión, nada parece poner en alerta al régimen dictatorial de Nicolás Maduro, cómodamente instalado pese a las graves denuncias internacionales vigentes contra su líder y colaboradores.
El triste proceso que terminó con la reciente reasunción del dictador por un nuevo periodo fue el remate de una situación vergonzosa, que comenzó con las elecciones de fines de julio pasado, que habían sido seguidas por el mundo con la esperanza de que las urnas dieran por fin un vuelco a años de descalabro y autoritarismo.
Sin embargo, en aquellos días posteriores a la votación, Maduro y sus seguidores lograron esquivar lo que a todas luces apareció como un claro triunfo del opositor Edmundo González Urrutia. Y sin dar a conocer una sola acta que comprobara resultados, que sí mostró la oposición, se autoproclamó reelecto.
En todo el tiempo posterior a dicha elección las organizaciones democráticas internacionales reconocieron a González Urrutia como legítimo presidente de Venezuela y a María Corina Machado como líder de las fuerzas democráticas de oposición. Las más altas jerarquías criticaron el nuevo fraude del chavismo.
Pocos días antes de la reciente puesta en escena del régimen para reafirmar su poder y en medio de una fuerte represión a las corrientes opositoras, se conoció un impactante informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre la crisis venezolana. “La opacidad electoral y en general las restricciones a los derechos políticos registradas impiden considerar que la reelección de Nicolás Maduro goza de legitimidad democrática”, expresó contundentemente en su escrito el organismo de la OEA.
De todos modos, cabe recordar que se trata de una situación internacional compleja, en la que se entrecruzan intereses comerciales e influencias políticas de peso. Mientras tanto, Maduro se encargó de desmantelar las instituciones democráticas de su país y además perjudicó a la economía e infraestructura mediante el uso abusivo del poder del Estado.
Venezuela sigue la línea de otros regímenes de características similares. Por ello, llamativamente sólo estuvieron presentes dos jefes de Estado afines en la vergonzosa reasunción reciente de Maduro: Miguel Díaz-Canel, de Cuba, y Daniel Ortega, de Nicaragua.
Va llegando el momento de las definiciones políticas concretas sobre la dictadura venezolana. Hay varios jefes de Estado de esta región que mantienen una postura contemplativa, cuando de lo que se trata no es de discutir sobre estilos políticos o ideológicos sino sobre la metodología del odio y la represión implementada. Por ello fue muy meritorio lo del presidente de Chile, Gabriel Boric, que recordó públicamente su actitud: “Desde la izquierda les digo que el gobierno de Maduro es una dictadura”, sentenció con valor el primer mandatario trasandino.
Como hemos indicado antes, puede ser correcto no inmiscuirse en las cuestiones internas de los países, pero claramente existe un límite cuando las libertades públicas, la voluntad popular y las condiciones de vida son ampliamente vulneradas por un régimen dominante que impide la expresión de cualquier disidencia.
En el caso de la Argentina, el actual gobierno nacional se caracteriza por la fuerte crítica adoptada contra el régimen de Caracas, cortando atinadamente con muchos años de vergonzosa complacencia por parte de las administraciones kirchneristas.