El sistema tributario argentino está saturado de impuestos. De una u otra manera, todos los ciudadanos lo sabemos. Ahora bien, nuestra sensación de agobio ante la siempre creciente carga impositiva tiene, como contraparte, un Estado que, además de ser un gastador compulsivo que no se detiene ante la falta de dinero, es un mal recaudador.
Algunos de los números que expone el tributarista César Litvin ilustran a la perfección el problema. Según el profesional, entre Nación, provincias y municipios hay más de 170 impuestos, pero sólo 11 de ellos constituyen cerca del 90% de la recaudación total que se alcanza en los tres niveles de gobierno. ¿Qué función cumple el resto, es decir la inmensa mayoría?
Otro de sus ejemplos es que el 20% de los contribuyentes del régimen general concentra casi el 99% de la recaudación. El 1% restante lo aportan los 4 millones de monotributistas.
Como es lógico imaginar, estos datos sirven para formular un diagnóstico: el sistema impositivo, además de inequitativo, es un embrollo por la presencia de numerosos tributos innecesarios y distorsivos.
Y ese es sólo el primer problema, al que hay que adicionar un Estado que recauda mal y que gasta pésimo. De allí la sentencia que se hizo célebre entre nosotros: le pagamos al Estado muchos impuestos, como si fuéramos un rico país escandinavo, pero recibimos de él servicios de mala calidad, como si fuéramos un pobre país africano.
Sin ir más lejos, a nivel internacional Argentina está entre los países que mayor tasa impositiva cobran a la renta empresaria. Si a ello se suman el estancamiento económico, una alta inflación, las recurrentes trabas tanto para importar como para exportar, la constante devaluación de la moneda y los controles de precios y otras medidas intervencionistas, se configura el pesado “costo argentino”, que se vuelve intolerable para muchas compañías internacionales, que entonces deciden irse del país.
En ese contexto, no son pocas las empresas nacionales que sobreviven a costa de frenar inversiones y de aceptar algún grado de participación en operaciones cuanto menos opacas que fomentan los gobiernos.
Por supuesto, urge una transformación radical del sistema impositivo actual, en un esquema claro, simple y efectivo que incentive las inversiones productivas, al mismo tiempo que una reformulación del Estado para tornarlo un administrador más eficiente y responsable. Esos cambios ayudarían a equilibrar la macroeconomía.
Pero nada de eso será posible mientras no tengamos una política de consensos. La Constitución de 1994 pautó una reforma de la coparticipación federal que aún no se llevó a cabo. Han pasado más de 25 años en los que el país se ha empobrecido. Ni siquiera esa triste realidad ha impulsado a la dirigencia política a sentarse a dialogar. Es hora de que reaccionen.