Lo terrible de las estadísticas es que hablan de personas. Los números expresados no pueden ni por asomo expresar la desolación, el dolor y la angustia cuando refieren, por ejemplo, que en el Mediterráneo central mueren 11 niños migrantes por semana.
El dato es aportado por Unicef, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia.
En el primer semestre de este año, fueron 289 los niños que no lograron cruzar desde el norte de África hacia Europa, un cruce que se realiza con medios harto precarios y que con frecuencia culmina en tragedia.
El punto es que la cifra duplica el número de víctimas fatales del año anterior.
Ello habla de un incremento en el volumen de migrantes que intentan dejar atrás miserias y violencia de países que no han logrado superar los traumas de un pasado colonial y siguen enzarzados en sangrientas disputas internas que los mantienen en el atraso.
Un total de 11.600 menores pudieron alcanzar este año la costa europea con la ilusión de una vida mejor, que suele no ser tal una vez que llegan allí.
Para peor, muchos de esos menores intentan el arriesgado cruce sin sus padres. Y en el caso de las niñas, el riesgo de toda clase de abusos se incrementa.
Ello sin obviar que estas estadísticas son incompletas, en tanto no registran todas las vidas perdidas en el naufragio de frágiles “pateras” sobrecargadas, que suelen desaparecer en el mar sin dejar rastros.
En este impiadoso espejo se mira una Europa unificada, que no logra entre sus integrantes un mínimo consenso sobre el tema de la migración.
Y donde ellos, los migrantes, se convierten en un peso muerto que uno y otro gobierno arrojan a fronteras ajenas, mientras presionan a la Unión Europa para obtener algún tipo de compensación a cambio de una cuota de tolerancia.
De nuevo debe recordarse que se trata de personas, aun cuando ello no parezca necesario.
Hasta el derecho internacional –esa materia que deben abordar los estudiantes de leyes– queda cuestionado cuando se omiten en estos casos, con exasperante frecuencia, las leyes que establecen la obligación de rescate.
Y gobiernos que hacen de la inmigración un leitmotiv se esmeran en adjudicar a los migrantes el origen de todos los males. Xenofobia e intolerancia son las materias más habituales en el abordaje de la cuestión.
El panorama no es mejor en Latinoamérica, donde los menores mueren hacinados en el tren de carga conocido como “La Bestia”, que amontona a guatemaltecos, salvadoreños, hondureños y mejicanos desesperados o en semirremolques cerrados, con una temperatura exterior de 40 grados. O en el cruce del río Bravo o en el desierto de Sonora, lo mismo da.
El punto es que urge que Naciones Unidas ponga el tema en discusión y logre sortear la renuencia de no pocos países a tocar un problema que los involucra. Ello mientras sigue sucediendo lo que podría evitarse con políticas serias y buena voluntad.