La desprotección social que sacude a millones de niños, niñas y adolescentes en Argentina avanza sin tregua; y como consecuencia de ello, se vulneran de manera sistemática derechos vigentes en normativas de alcance internacional.
Se podría inferir que el problema se agiganta y que nadie hace nada.
O, planteado de otra forma, son muy pocos los que entregan de modo desinteresado su valor solidario en bien de revertir un doloroso cuadro humanitario.
Queda claro que, en su enorme mayoría, ese puñado de gente voluntariosa no ocupa cargos públicos, como tampoco está enredada en la febril pulseada que se dirime en el poder y en la dirigencia política de cara al proceso electoral de este año.
Pero la realidad es inapelable: las estadísticas sobre la situación de la minoridad en el país continúan entregando indicadores aciagos, sin que semejante contexto despabile las gestiones atinentes al Gobierno nacional y a otros de orden provincial.
En Argentina suman 8,8 millones los niños, niñas y adolescentes que sufren carencias monetarias o vulneraciones en el ejercicio de sus derechos.
Los datos se desprenden de un trabajo estadístico realizado por Unicef (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia), sobre la base de antecedentes difundidos por el Instituto Nacional de Estadística y Censos y por la organización social La Poderosa.
La perspectiva económica visibiliza otro flagelo que el Estado no ha logrado atenuar: la pobreza estructural en la que viven los menores cuyos padres trabajan en la informalidad, con ingresos que lejos están de cubrir una canasta alimentaria.
En relación con los derechos de la niñez largamente conculcados, se enumeran privaciones elementales, como el acceso a la educación, a una vivienda digna, a la atención de la salud y a un servicio de agua potable, entre otras.
En resumen, la ausencia del Estado en materia de cobertura social y el incumplimiento falaz de las leyes nacionales e internacionales sobre los derechos de la infancia.
Anoticiarse de que en Argentina dos de cada tres niños sufren estas privaciones en la plenitud de su desarrollo debe alentar urgentes medidas de auxilio.
Nadie está exento de las responsabilidades, sobre todo en el agitado (y a menudo paralizado) escenario de los estamentos legislativos nacionales y provinciales, y de los poderes Ejecutivo y Judicial.
Unicef ya había advertido que en Argentina un millón de niños, niñas y adolescentes dejaron de comer alguna comida diaria.
A ello habrá que añadir que, en situaciones de extrema pobreza, tienen el plato de comida caliente que les sirven en los generosos comedores o merenderos comunitarios.
Lo cierto y doloroso estriba en que esta situación rayana en la mendicidad no termina de despertar conciencia en los despachos oficiales pertinentes.
No hay, por lo pronto, signos de recuperación económica, como tampoco medidas efectivas para terminar de una vez con la pobreza, no sólo la infantil.
Un mayor presupuesto para el área social podría encaminar una solución.
Pero, por ahora, sólo sobresalen la incertidumbre y el escepticismo.