Un alto porcentaje de los reclamos por servicios que gestionan los bancos en la Argentina se origina en deficitarias prestaciones del servicio bancario en general, reclamos que la visualización de las largas e inclementes colas de adultos mayores en las puertas de cada banco no hacen sino convalidar.
El problema, que no es nuevo, debería haber sido abordado hace tiempo, en el marco de las aceleradas transformaciones que los servicios bancarios han experimentado en las últimas décadas.
Los cambios, habría que recordar, deberían hacerse con la gente y no contra ella. La obligatoria bancarización impuesta en los años 1990 encontró al sistema financiero sin infraestructura suficiente; y a los usuarios, del todo desprevenidos, forzados a incorporar nuevas prácticas para las que nadie los había entrenado.
Esto se ha magnificado de manera casi irremediable en el caso de los adultos mayores, quienes desconfían de las tarjetas de débito y prefieren el dinero físico, lo cual constituye una tendencia significativa entre buena parte de los jubilados.
Y si al dato anterior se le agrega que la red de cajeros automáticos no ha crecido en función de dicha bancarización y que los usuarios deben peregrinar desde la periferia para encontrarlos, a la espera de que funcionen y tengan dinero, el cuadro se complica hasta la exasperación.
El cierre de sucursales, la reducción de personal y la imposición de la banca online no han ayudado como se pretendía o como lo promocionaban las publicidades, en tanto y en cuanto –otra vez– el proceso se ha desarrollado sin la necesaria acción pedagógica que lleve a los usuarios a confiar en plataformas amigables, de fácil acceso. Y suficientemente seguras ante el auge del ciberdelito.
Los últimos años no han sido crueles con la banca argentina. En un país devastado, con récord de empresas cerradas, las utilidades del sector financiero son envidiables, lo que debería incentivar una mirada más acorde con el cliente como alguien a quien se le debe ofrecer servicios de calidad, desterrando la sospecha de que se trata de público cautivo.
Pero como suele suceder en casi todos los casos, en nuestro país no funciona todo aquello que los responsables no atienden.
Viene a cuento lo antedicho porque, mientras muchos insisten en discutir qué volumen de Estado se necesita, estas cosas ocurren porque en verdad falta Estado. Un Estado responsable y eficiente, claro.
Es el Banco Central de la República Argentina el que debe fijar las reglas de juego y vigilar su cumplimiento, algo que no sucede con el actual Gobierno y tampoco sucedió con los anteriores.
Es la autoridad monetaria la que debería, primero, incorporar una mirada que fuera más allá de lo financiero y pensara en la gente.
Como ya se dijo, los cambios deben hacerse con la gente y no contra ella, máxime cuando ya hace mucho hemos entrado en la era de los servicios. Quizá se trate también de resignificar esa palabra: servicio.