Puede que no se trate de un dudoso mérito argentino, pero nuestra empecinada capacidad para no llamar a las cosas por su nombre resulta por momentos deslumbrante. Hablar de otra cosa cuando no queremos que se mencione lo que nos pasa es uno de nuestros rasgos principales.
Como cuando se comienza a mencionar una ley que confronte los discursos de odio, una manera de no decir que se trataría de una ley mordaza para coartar a la oposición, a la Justicia y a la prensa –no necesariamente en ese orden–, en la convicción de que si no se puede cambiar la realidad, lo que importa es no mencionarla o contarla de otro modo.
La clara raíz del totalitarismo subyace en todas y en cada una de las partes de un discurso que se disfraza de pacificador pero apela a un amor. que se expresa con imposiciones.
Como suele suceder en estos casos, no han sido las mentes más preclaras del Gobierno nacional las que salieron a promover este recurso, sino esas segundas líneas no muy esclarecidas que están a la espera de una oportunidad para demostrar su compromiso militante. En todas las cortes, toca a los bufones el penoso papel de divertir a los monarcas diciendo lo que ellos no pueden.
La vicepresidenta dijo que no se piensa en una ley contra el odio, pero sus subordinados no parecen haberse calmado del todo por ello.
Lo paradójico del caso, en un país que ama las paradojas, es que ya existe un marco legal adecuado para este tipo de situaciones; que el Código Penal es una perfecta herramienta al respecto y que el tema de la discriminación es área de competencia del Instituto Nacional contra la Discriminación (Inadi), un organismo que no consigue despolitizarse en sus intervenciones. El ejemplo alemán, groseramente citado para un país empeñado en no repetir su horrible pasado, se funda en las cuestiones de odio racial, religioso o de género, no en mensajes iracundos contra políticos.
Con ello, la discusión se torna estéril, como tantas a las que estamos acostumbrados, y se suma a la lista de pelotazos a la tribuna arrojados por quienes hacen de ese ejercicio un culto del eufemismo. Antes fue la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires y mañana habrá de aparecer otro tema, todos impracticables e incapaces de pasar de la mesa de entradas del Congreso, pero tan entretenidos como para que la discusión pública nunca ocurra cerca de la gente, de lo que la sociedad demanda y necesita, sino en los arrabales de una democracia manoseada hasta el paroxismo por parte de quienes cometen un delito no tipificado: la incompetencia.
La oposición y la prensa no deberían caer en la burda trampa de ingresar en debates bizantinos, focalizando sus esfuerzos en evidenciar lo que no se menciona, señalando que los discursos críticos no necesariamente se traducen en violencia alguna.