En Argentina, la desunión del bloque dirigente se justifica con un argumento que, bajo la forma de una pregunta retórica, defiende el statu quo: ¿qué beneficio obtiene el que se sienta a dialogar con el que piensa distinto?
Admitamos que el reparo por el rédito sea lícito: en política, primero se busca concentrar poder y luego conservarlo.
El problema está en que para nuestra cultura política resulte negativo abordar la posible resolución de un conflicto en una mesa de negociación donde todos los involucrados estén igualmente dispuestos a buscar un punto de convergencia.
Un acuerdo entre las distintas opciones a la mano.
La famosa política de consenso, que tan buenos resultados da en otros países, entre nosotros está mal vista.
Sin ir más lejos, la reforma constitucional de 1994 fue acordada entre las diferentes fuerzas políticas, y cada una de ellas tiene algún artículo o segmento que representa la propuesta que puso a consideración del resto. Sin embargo, el Pacto de Olivos ha sido juzgado negativamente por varios actores políticos, sociales y culturales.
Hoy, gracias a la mentada grieta y al resultado electoral del año pasado, los principales agentes políticos son dos: el Frente de Todos, que gobierna, y Juntos por el Cambio, que es la principal oposición.
Alrededor de ellos, satelizan grupos menores, con cierta inestabilidad en sus respectivas autonomías, ya que las dos coaliciones mencionadas tratan de atraerlos hacia sí con relativo éxito, y la izquierda trotskista.
A tan reducido número de protagonistas no sería difícil convocarlo con una agenda de trabajo que, por ejemplo, se haga cargo de pensar la crisis actual o la pospandemia.
Pues no. En lugar de ello, oficialismo y oposición usan la esfera pública para lanzarse ácidas declaraciones cruzadas, cuyo objetivo no es buscar una solución para el tema alrededor del cual se organiza el discurso, sino reforzar la creencia de los adherentes a cada fuerza.
De paso, tratan de erosionar la credibilidad en el adversario de ese sector de la sociedad que oscila entre uno y otro.
El reciente cruce entre el expresidente Mauricio Macri y el ministro de Educación nacional, Nicolás Trotta, lo demuestra a la perfección. El tema fue la educación presencial, la reapertura de las escuelas. “¿Qué señal misteriosa espera este gobierno para abrir las aulas?”, lanzó Macri. “Nosotros cuidamos la vida de los chicos”, respondió el ministro.
Traducido, este no-diálogo parte de la utilización política de dos cosas que pueden estar relacionadas, pero no son equivalentes: uno se aferra a la ansiedad de un sector de la sociedad por la reapertura de las escuelas; el otro, al miedo al coronavirus que siente parte de la población.
Así, en vez de exponer ideas, azuzan emociones.
Por ese camino, nunca llegaremos a la “nueva normalidad”.
En una mesa de trabajo, la oposición debiera poder ofrecer sus propuestas y el Gobierno demostrar lo que está pensando sobre el retorno de las clases presenciales.
Necesitamos discutir ideas, planes, objetivos. Ni personas ni emociones.
En las palabras todos exigen la necesidad de consensuar y acordar en los temas fundamentales, pero en los hechos, luego todo queda en la nada.