A lo largo de los últimos 20 años, nuestro país ha ahondado en un clima confrontativo que fue convenientemente incentivado por quienes hacen política desde la antinomia amigo-enemigo.
La intolerancia ha ido contaminando todo, sin saltearse las relaciones de amistad y ni siquiera las familiares, al punto de que no pocos optaron por guardar prudente silencio cuando en el diálogo emerge el tema político para evitar peleas que les producen dolor a todos los que debaten.
Es el peor de los diagnósticos posibles en materia de convivencia democrática, por si fuera necesario señalarlo.
El resultado de la reciente elección general no mejoró las cosas, y ya se suceden las advertencias previas dirigidas a un gobierno que aun no asumió –y que tiene en muchos de sus referentes más conspicuos un exceso de imprudencia comunicacional, en momentos que deberían convocarlos a la mesura–, con lo que se instala un clima previo que la denominada “campaña del miedo” industrializó.
Por caso, la advertencia del titular del gremio de pilotos, que ante los posibles cambios en la gestión de Aerolíneas Argentinas aludió a muertes producidas por la eventual resistencia gremial.
Un desatino por donde se lo mire.
Después se arrepintió, pero se supone que un dirigente en serio debe pensar antes de hablar.
Obviamente las palabras no son gratuitas y tienen consecuencias en un país crispado hasta la demencia y en un marco de angustia creciente en el que nadie –ni propios ni extraños– llama a la cordura ni propone discusión racional alguna.
Todo en un contexto donde desde hace mucho no se discute sino que simplemente se lucha, casi siempre en el barro.
De ese modo, políticos, gremialistas, artistas e intelectuales contribuyen a crear un clima apocalíptico, sin tener en cuenta que los problemas ya estaban aquí y eran consecuencia de nuestro pasado político reciente y no de nuestro futuro inmediato.
Están quienes hablan de una avanzada sobre los derechos humanos; quienes dicen haber liberado a la mujer como si hace 100 años no hubiera existido Alicia Moreau de Justo, y predican la pérdida de toda conquista; quienes alegan que la democracia está en peligro, olvidando la brutal vulneración de todo lo institucional a la que ha sido sometida la sociedad argentina sin que parezcan haberlo notado (al menos quienes eso alegan) y llaman a la resistencia como si la Nación estuviera afrontando la llegada de las hordas bárbaras que todo lo queman a su paso.
Unos y otros necesitan serenarse, tanto quienes han participado de la dilatada gestión del último y cuasi terminal fracaso argentino como quienes deberán asumir toda responsabilidad, en la certeza de que las palabras nunca son inocentes y por ello deben ser cuidadas, porque, como cualquier arma, pueden producir daños irreparables.
Y, como si ello no fuera suficiente, porque el capítulo que se nos abre por delante no será uno más, sino el que determinará si queremos seguir siendo como hemos sido o queremos intentar algo diferente.
Hay que desmontar con urgencia lo que en política tenga relación con el odio, la intolerancia o la bronca desmedida. Hay que pacificar las almas.