La expulsión de Diana Mondino de la Cancillería por el voto en contra del embargo a Cuba expone el problema que se autoprovoca cualquier país que ideologiza sus relaciones internacionales según la visión del eventual ocupante del Poder Ejecutivo.
No es un problema nuevo para Argentina. Los gobiernos kirchneristas supieron influir en la mirada regional, por ejemplo, con su presunto progresismo nacionalista, popular y latinoamericano para tomar distancia de un Estados Unidos calificado como “imperialista” y, al mismo tiempo, apoyar a libro cerrado a gobiernos latinoamericanos autocráticos.
Con todo, Javier Milei ha llevado las cosas a un extremo inimaginable que, más temprano que tarde, se traducirá en un aislacionismo que será muy costoso revertir.
Tenemos a mano el ejemplo de lo que acaba de pasar en la votación contra el embargo a Cuba. El representante argentino votó en el mismo sentido que el 99% de los países que integran las Naciones Unidas.
Sólo Estados Unidos e Israel votaron a favor. Pues bien, Milei expulsó a Mondino porque, en su opinión, Argentina debía votar junto con Estados Unidos e Israel.
Ese giro no sólo va en contra de la posición que históricamente sostuvo nuestro país; también contradice el sentido común.
El embargo comercial a Cuba por parte de Estados Unidos no es más que una rémora de la Guerra Fría que hoy favorece el discurso de victimización del gobierno cubano frente a su pueblo: todo lo que les falta, dicen, es porque no los dejan comerciar libremente.
Algo similar se podría decir frente a otros temas internacionales que Milei ha rechazado de cuajo, como el cambio climático, la agenda 2030 para el desarrollo sostenible y los numerosos tópicos sobre los que intentó dictar cátedra en su reciente exposición ante la Asamblea General de Naciones Unidas.
Líneas de acción política internacional perfectamente consensuadas por casi todo Occidente, por cierto, con las que Argentina había colaborado durante décadas.
La falacia argumentativa con la que Milei desprecia esa trayectoria diplomática es un desprendimiento de la que se enuncia a diario para justificar la política económica y el desguace del Estado: quienes dirigieron el país en el último siglo hicieron todo mal, de modo que hay que fundar una “nueva Argentina” con un drástico cambio de rumbo.
En ese contexto, el Gobierno ha llegado al absurdo de pretender obligar a todo el cuerpo diplomático a acatar sin más lo que dicte el Poder Ejecutivo en cada ocasión.
En otras palabras, se les niega toda posibilidad de opinar y de asesorar en función de sus conocimientos.
Todo presidente es una circunstancia coyuntural en la historia de una nación.
Por eso cada país define su posicionamiento internacional por medio del consenso político y con la asistencia de su burocracia diplomática.
Si Milei no lo entiende así y sigue creyendo que su particularísima cosmovisión alcanza y sobra para fijar los intereses nacionales, le causará un grave daño al país.
Todos los países del mundo con una política exterior razonable se ocupan fundamentalmente de defender los intereses estratégicos de su nación, mucho más allá de las ideologías de aquellos gobiernos con los que deben tratar.
El lema principal de toda buena política exterior, sumamente conocido, es que los países no tienen amigos ni enemigos permanentes, sino intereses permanentes.