La intolerancia es entre nosotros un fenómeno de larga data. Nadie podría dudar de que en la Argentina se ha discriminado, perseguido, encarcelado, torturado y asesinado en el marco de cruzadas purificadoras–, los tiempos presentes certifican el peor de los diagnósticos: este mal ha adquirido una dudosa transversalidad.
Hay pruebas abundantes. Un candidato que basa buena parte de su discurso y apariciones en la descalificación de los otros, con un manejo patológico del insulto y del tono exaltado, como para corroborar eso de que quienes gritan suelen carecer de razones, sumado a políticos que casi llegan a boxear en una discusión televisiva, sin olvidar a un gremialista exhibiendo su dedo medio desde lo alto del recinto de la Cámara de Diputados o un expresidente que se pone intemperante cuando un periodista formula una pregunta incómoda.
Son demasiadas las pruebas que certifican que el descomedimiento y la grosería ya no son el patrimonio de algunos, sino el recurso de casi todos.
El maltrato legitimado se expande por las redes sociales, plenas de comentarios cloacales, y se expande por las calles, en el marco de una intemperancia que tensa las hilachas de una razón cada vez más escasa. Como para constatar que nadie recupera la cordura en un manicomio. El contexto nos ha excedido. Por aquí ya no se discute ni polemiza, sólo se ataca sin continente reglamentario alguno, presos como estamos de una historia en la que se inscribieron frases como “cinco por uno, no va a quedar ninguno” o “para el enemigo, ni justicia”.
La práctica del escrache ha envilecido a organismos de derechos humanos y a justicieros cuentapropistas de todos los colores. Pero, en rigor de verdad, hay quienes nos ayudaron a llegar hasta acá.
Hace exactamente 20 años, un presidente –que llegó al poder con una cifra ínfima de votos y gracias a la defección de su oponente– entendió que la creación del enemigo puede ser un elemento aglutinante y abusó del recurso hasta el paroxismo, para luego dar paso a una mandataria que propinaba largas peroratas destinadas a anatematizar a un jubilado que quería comprar unos dólares. Por el camino, aprendices de menor cuantía fueron perdiendo los modales, sin que nadie se escandalizara por ello.
Llegamos hasta donde estamos por motivos que van de la indiferencia a la complicidad pasiva, pasando por la irresponsabilidad y una alta dosis de ignorancia, convencidos de que nada de todo esto iba a afectarnos. Pero sabíamos lo que encerraba la cáscara traslúcida del huevo de la serpiente, al punto de que nadie podría alegar inocencia. La violencia ya está entre nosotros y urge desandar el camino para regresar al sentido común. Sin olvidar que el retorno es mucho más laborioso que el camino de ida.