No pocos sostienen que Argentina es un país imposible, condenado a repetir sus fracasos y sin expectativa alguna de progreso.
Sin duda la crudeza de los datos avalan esa tesitura y hoy bien podría afirmarse que al cabo de siete décadas se ha llegado muy lejos en el camino que va en la dirección contraria al bienestar.
Ya no hay manera de discutir que gobiernos de diversos signos han condenado a la pobreza a la mitad de la población.
Los números son incontrastables, y sabiendo que las matemáticas suelen servir a diversos amos, vale consignar que los proporciona el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), donde por suerte los índices ya no se ocultan ni se distorsionan como hasta no hace mucho tiempo.
Hoy una familia tipo argentina requiere de 76.146,13 pesos para no ser pobre, mientras habrá que esperar a febrero para que el salario mínimo alcance los 33 mil pesos, y el sueldo promedio no sobrepasa los 55 mil de la misma moneda. Un jubilado cobra un haber mínimo de 30 mil pesos (140 dólares).
Hoy en el país de las vacas se come menos carne en promedio que en casi toda su historia, mientras se ha regresado a los guisos de menudos de otrora, y sigue en caída el consumo de lácteos y en suba la dieta de arroz y fideos, con los trastornos de salud que puede ocasionar la alta ingesta de carbohidratos.
Una buena parte de los problemas son producto de una inflación contra la que todos los gobiernos, democráticos y militares, fingieron batallar mientras aplicaban cada uno a su manera la receta de todos los populismos: nunca decirle a la sociedad la naturaleza de sus males ni explicarle la necesidad de una estabilización que requiere años de sacrificios.
Al contrario, todos prefirieron incrementar el déficit, depreciar la moneda emitiendo sin control, tomar deuda a como diera lugar y licuar jubilaciones y salarios para el logro de un equilibrio imposible.
Como en toda guerra, la primera víctima es siempre la verdad, y en este caso y para estar a tono, se ha terminado con la educación que nos hizo el país más prometedor de Latinoamérica.
Miles de niños y adolescentes abandonan el colegio y se suman a las legiones de los que no estudian ni trabajan.
Abstraído en sus propios fantasmas, el actual Gobierno parece dispuesto a lograr la quiebra de una nación que hace 100 años muchos imaginaban destinada a la grandeza. Al menos en eso nadie podrá objetarnos los plausibles resultados obtenidos.
Ahora que pobreza es todo lo que se puede ver hasta donde alcanza la vista, los agoreros de siempre dirán que una crisis terminal es todo lo que se necesita para darse un baño de lucidez y comenzar a hacer mejor lo que estamos haciendo mal. Pero eso es lo que hacen los países exitosos.
Para los argentinos, cada vez se vuelve más difícil sostener la esperanza de que seamos capaces de revertir la historia y suponer que podremos disfrutar alguna vez del bienestar que tanto nos han prometido nuestros gobernantes.