Puede que nunca antes en la historia de la manoseada democracia argentina el choque entre el Ejecutivo y el Poder Judicial haya tenido un tono más descarnado que el evidenciado por el titular de la cartera de Justicia, Martín Soria, al acusar de extorsión a los integrantes de la Corte Suprema. Y lo hizo, nada casualmente, en la sede del restante poder, el Legislativo, como para que fuera más gráfica la concepción política que subyace en este diferendo.
No es ninguna novedad que siempre los poderes de turno pretenden una Corte adicta y sumisa, y que no pocas veces lo han logrado, pero nunca sucedió con la evidente crudeza actual, pariente lejana del juicio político promovido a la Corte en 1947 por el entonces presidente Juan Domingo Perón. Las urgencias exponen la necesidad de acotar o suprimir los numerosos procesos por corrupción heredados de los 12 años de kirchnerismo, y para ello es imperioso dominar el mecanismo de promoción y juzgamiento de los magistrados: el Consejo de la Magistratura.
Es casi obligatorio ponerle nombre y apellido a este diferendo que acaece a espaldas de una sociedad agobiada y desesperanzada, que está dejando de creer en la República y sus instituciones, ante la mirada ciega y los oídos sordos de una dirigencia que no se hace cargo de nada y se ampara en las fallas ajenas para justificar las propias. No hay inocentes en este juego, sino, a duras penas, distintas categorías de responsables.
Lo que no se le explica a la ciudadanía es que, tras un fallo de la Corte que declara nula la ley que compuso el actual Consejo en 2006, todos los magistrados designados desde ese entonces quedan con un pie en el aire, y la mayoría de las causas que hubieran juzgado serían inválidas. Le tocaba al Gobierno actual y a su ministro de Justicia buscar los acuerdos necesarios para impedir que ello ocurra, pero el juego del “vamos por todo” una vez más lo ha impedido y deja a la vista las miserias de un proyecto siempre hegemónico, necesitado de designar jueces afines a como dé lugar.
Como para que no quede duda alguna del intríngulis creado por una concepción autoritaria de la política que no dialoga porque sólo acepta el sometimiento, de los apuros de estos días podría desprenderse una nueva composición de dicho Consejo, que a la postre ser impugnado por la misma Corte en un fallo por demorarse, como el presente, 16 años. O la vuelta a una ley derogada, lo que sería cuestionado ante la misma Corte que resolvió esto último. Kafkiano.
Todo esto sin mencionar una pelea por una caja millonaria, la que maneja los presupuestos de la Justicia, y detenernos en lo que importa: el avanzado proceso de destrucción institucional al que asistimos, mientras se afilan las uñas quienes, en nombre de difusas libertades, buscan instaurar nuevas formas de populismo. Aun cuando todas buscan lo mismo: la extinción de la democracia.