La ciudad de Rosario está atravesada desde hace tiempo por una escalada de violencia urbana derivada de la narcocriminalidad. Siempre se ha referenciado al Gran Rosario como el epicentro de los enfrentamientos entre bandas de impensado poder de fuego; pero en realidad, todos los habitantes de esa ciudad –la principal de la provincia de Santa Fe– viven en estado de zozobra permanente por un cuadro de situación que superó el combate de las fuerzas de seguridad.
Ajustes de cuentas a los balazos; asesinatos en la vía pública y a plena luz del día; secuestros extorsivos en venganza por algún negocio narco que no cumplió con los códigos mafiosos, y fuertes sospechas de connivencia de sectores de la Policía con los malvivientes.
Un contexto de desmadre brutal que ya no sólo preocupa a los santafesinos, sino que comenzó a encender señales de alarma en los más altos niveles de la política nacional.
La escalada de violencia va dejando registros estremecedores: días atrás, la crónica policial dio cuenta de seis crímenes en menos de 24 horas. Sin embargo, al examinar los registros de homicidios en lo que va de este año, la situación cobra una gravedad extrema: 157 muertos en el departamento Rosario por pendencias no resueltas entre las bandas que operan en el submundo del narcotráfico.
La constatación de que detrás de este flagelo se mueven elementos pesados la dejó semanas atrás un procesado perteneciente a una de las facciones más temerarias que delinquen en territorio rosarino. Durante el juicio, al requerirle sus datos filiatorios, el tribunal le preguntó a qué se dedicaba: “Yo me dedico a contratar sicarios para matar jueces”, respondió desde el banquillo, con total desparpajo.
Ha llegado el momento de interpelarse si el Gobierno nacional y sus organismos pertinentes tomaron nota de los alcances de esta espiral de violencia, de forma de poner en acción a las fuerzas de seguridad, como la Gendarmería.
No basta ya con enviar al escenario de los hechos una reducida dotación de uniformados, sino de saturar las zonas críticas y promover el desmantelamiento de las guaridas donde se proveen sustancia prohibidas con asombrosa impunidad.
Si, como se presume, la Policía santafesina fue desbordada, urge echar manos a la jurisdicción federal con los efectivos suficientes.
También es de elemental prioridad investigar las ramificaciones de estas bandas y sus probables conexiones con otras provincias.
Es inadmisible que con el paso de los años la narcocriminalidad siga azotando a la tercera ciudad en relevancia poblacional y económica del país y que la guerra entre pandillas forme parte de la vida diaria de los rosarinos.
La espiral de violencia demoledora entre grupos narcos persistirá en tanto las autoridades políticas, la Justicia y las fuerzas de seguridad no pongan el empeño que demanda una emergencia asfixiante.