La Argentina vivió horas de gran preocupación por los graves incidentes ocurridos en los últimos días en la provincia de Jujuy a raíz de protestas contra el gobierno de esa provincia.
La mayor tensión se produjo el martes, en coincidencia con los festejos del Día de la Bandera y la conmemoración de la muerte del creador de nuestra enseña, Manuel Belgrano. Ese día, un importante grupo de violentos intentó incendiar la Legislatura provincial y produjo innumerables destrozos en vehículos, paseos públicos e inmuebles en la capital jujeña con motivo de la aprobación de una reforma de la Constitución de Jujuy impulsada por el gobierno provincial.
La perturbación pública, que se mantiene latente, incluyó desde el comienzo de las protestas cortes de calles y rutas, dificultando seriamente el desenvolvimiento diario de innumerables actividades públicas y privadas. Por los cortes hubo momentos en los que la provincia de Jujuy quedó virtualmente paralizada.
Como consecuencia de la caótica situación, ya que la policía jujeña por momentos se vio claramente desbordada, hubo un lamentable cruce de acusaciones entre las principales autoridades de la provincia norteña y las de la Nación. El intercambio, a través de las redes sociales, fue lamentable.
De todos modos, resulta principalmente reprochable el criterio adoptado por los funcionarios del gobierno nacional. Si fue acertado o no que el gobernador, Gerardo Morales, responsabilizara públicamente al presidente y a la vicepresidenta de la Nación por los graves sucesos es motivo de un análisis aparte. Lo que sí se debe señalar en esta oportunidad es que el gobernador jujeño acudió a la difusión de dichas acusaciones cuando todavía ninguna autoridad nacional había mostrado algún tipo de preocupación por lo que sucedía, ni siquiera ofreciendo colaboración operativa con efectivos de seguridad para intentar calmar los ánimos y evitar los daños finalmente producidos.
También se debe esperar, porque corresponde, que las investigaciones determinen fehacientemente si hubo agitadores vinculados al oficialismo nacional, como denunció el propio gobernador de Jujuy. De comprobarse esa línea de acción, la Argentina podría haber ingresado en un sendero tumultuoso y de gran riesgo institucional, en especial por tratarse de un año de elecciones, en el cual el debate político tiene que enmarcarse en los límites lógicos que fija el escenario democrático.
La atención estuvo puesta en Jujuy. Sectores empresarios del país dieron a conocer su enérgico reproche a lo sucedido, solidarizándose, incluso, con la inquietud en la misma línea de sus pares de la provincia afectada. Las principales agrupaciones empresariales no tardaron en expresarse a favor de “la importancia del diálogo como única vía para la resolución de conflictos, respetando el derecho legítimo a la protesta pacífica y el respeto por el derecho a circular libremente y a llevar a cabo las actividades diarias de los ciudadanos”.
Los planteos por cambios en la Constitución jujeña, como también los reclamos salariales y laborales llevados a cabo por distintos gremios estatales, siempre son válidos en un contexto de armonía. Nunca estas inquietudes deberían alterar el orden público o poner en riesgo la estabilidad institucional, como ocurrió en esta oportunidad.
Resultaría de extrema preocupación comprobar que lo sucedido en Jujuy pueda haber servido como una suerte de testeo de un escenario futuro para el país que sólo pueden inspirar quienes transitan muy alejados de los preceptos democráticos.