El megadecreto de necesidad y urgencia del presidente Javier Milei abrió una amplia y doble discusión, que excede el campo político y abarca a los más diferentes sectores de la sociedad. Por un lado, sobre la pertinencia de su vasto contenido. Por otro, sobre el instrumento legal en sí.
Argentina necesita simplificar trámites y derogar o reformar leyes arcaicas. Un punto clave, en ese sentido, sería aliviar el peso del Estado que todos los ciudadanos percibimos en alguna parte de nuestra vida cotidiana. El intervencionismo estatal del que tanto se habla no es sólo económico, sino que alcanza casi cualquier cosa que nos propongamos hacer.
Buena parte de la sociedad pedía un cambio de esta naturaleza. El tema se debate hace años, y en esta ocasión se expresó de manera contundente en las urnas. Ahora bien, ¿las reformas incluidas en el megadecreto se corresponden con ese anhelo?
Hubo manifestaciones ciudadanas en contra del Gobierno en varias localidades del país. Mendoza fue una de ellas. No fueron grandes concentraciones y acaso no plenamente espontáneas. Es innegable que hay una oposición política dispuesta a salir a la calle a resistir cualquier cambio.
Con todo, vale preguntarnos si no estamos, una vez más, envueltos en la dinámica de ir de un extremo al otro. De la permanente intervención estatal a la liberación más absoluta. Nuestro eterno pendular.
Pensemos, por ejemplo, que el megadecreto pone a la par la derogación de diferentes trabas que afectan el comercio exterior con la habilitación para que se pueda comprar en distintos comercios medicamentos de venta libre; la modificación de la “ley del fuego” y la conversión de las empresas del Estado en sociedades anónimas para su privatización o cesión; la reforma laboral y la derogación de las leyes de alquileres y de promoción industrial. Y hasta la modificación del Código Civil y Comercial.
Estas pautas legales deben ser explicadas y discutidas de cara a la sociedad, para que se pueda evaluar con la mayor precisión posible el impacto que tendrán sobre la población. Pero un decreto de necesidad y urgencia, más allá de que está admitido en la Constitución, tiende a clausurar esas discusiones. Por eso no resulta el instrumento más adecuado para derogar leyes y producir modificaciones jurídicas de alto impacto social. Y sienta un precedente complejo si en el futuro se vuelve a producir un giro político contundente como el que el país vivió este año.
Además, aunque estuviera muy bien argumentada la necesidad y la urgencia de este megadecreto en particular –cuestión que es puesta en duda por vastos sectores políticos y sociales–, su volumen y su variedad temática vuelven indiscernible su contenido. Tengamos presente que a un decreto presidencial, en su trámite parlamentario, los legisladores sólo pueden aprobarlo o rechazarlo en su totalidad; en otras palabras, no pueden aprobar una parte y rechazar otra. Y el Congreso sólo tiene potestad para anularlo si ambas cámaras lo rechazan. No sólo podría suceder algo semejante, sino que también diversos actores sociales podrían judicializar su contenido.