Desde su inicio, a comienzos de enero, el juicio a los ocho jóvenes imputados por el asesinato de Fernando Báez Sosa fue claramente el tema de mayor interés para gran parte de la sociedad argentina. El juzgamiento de los responsables de una brutal y mortal agresión fue muy esperado por quienes, con absoluta razón, se indignaron con el suceso ocurrido hace tres años en Villa Gesell y quedaron a la espera de su resolución judicial.
Independientemente de la sentencia por parte del tribunal a cargo, que se conocerá hoy, la gravedad del caso hace indispensable que, de una buena vez, el tema de la violencia juvenil sea abordado en la Argentina con seriedad y responsabilidad.
La sociedad no debería conformarse sólo con un fallo judicial, que es de esperar lleve alivio a los padres de Fernando Báez Sosa después del dolor y el reclamo de justicia que mantuvieron con firmeza por tres años. Lamentablemente, hechos de características similares al sufrido por el joven Fernando ocurren periódicamente. Por lo que está en juego es la seguridad de las personas ante el atropello e impunidad que caracteriza a quienes hacen de este tipo de conductas detestables casi un hábito de vida.
La violencia juvenil suele ser habitual no sólo en locales de diversión nocturna; esta deplorable actitud también es frecuente en la vía pública, en eventos deportivos y hasta en círculos de convivencia familiar. Resalta mucho más en el ámbito urbano.
Pero, también cabe preguntar por qué los jóvenes llegan a tal nivel de violencia aún no teniendo motivos socioeconómicos para delinquir. Indudablemente, la falta de tolerancia es algo que embarga sin distinción de clase o condición. En el caso que termina hoy en tribunales de Dolores, los 8 implicados en el asesinato no tenían antecedentes criminales, lo que no significa que este tipo de reacciones no haya sido común en ellos anteriormente, pero nunca con las consecuencias de lo ocurrido en Gesell.
También uno de los motivos debe ser buscado en el clima de exaltación en el que vive un alto porcentaje de la población por distintos motivos, algunos razonables o justificables, otros totalmente alejados de las elementales normas de convivencia. Mayores que con asiduidad recurren a actitudes intolerantes muchas veces por cuestiones de mínima trascendencia. Mal ejemplo para los jóvenes, porque esa vehemencia parte en muchos casos tanto desde el hogar como de otros ámbitos, recreativos o laborales, en los que el destrato o la prepotencia llegan a ser moneda corriente.
Es de esperar que el caso de Fernando Báez Sosa sirva de punto de partida para un más adecuado manejo de las conductas juveniles, para lo cual es fundamental la prédica y el control desde los ámbitos educativos, formadores en todo lo referido al apego a la convivencia y la tolerancia.
La prédica a favor de la buena conducta no debería encontrar obstáculos para intentar cambiar la preocupante realidad.